martes, 29 de junio de 2010

Teatro y Cine III. En Francia. Desde los orígenes

En este punto nos centraremos en la influencia del teatro sobre el cine francés, uno de los que más y mejor ha tratado este tema. Ya desde el cine mudo este influjo fue patente: Méliès, supuesto liberador del cine, había sido en sus inicios director de teatro; el personaje más carismático de este periodo, Irma Vep, tenía su aparición sobre un escenario; incluso Max Linder, su gran genio cómico, procedía de los teatros de bulevares; pero ahora no se trata de hablar sobre lo que debe el inicio del cine al teatro, sino de la aparición de éste como un género primigenio:

Así, Méliès, como se sabe mago de profesión, simplemente (!) supo trasladar a la pantalla sus trucos teatrales, dirigiéndose a un público que ante la sorpresa de lo que estaba viendo necesitaba un amarre para no salir corriendo de espanto (ante un suceso inhabitual, es curioso que la gente piense antes que está ante un castigo divino que frente a un milagro, seguramente otro de los perversos efectos de la mala conciencia), y este cabo era la ilación con el teatro popular.

Por su parte, se puede considerar a Irma Vep como actriz antes que ladrona, y en toda la serie de Les Vampires el mundo teatral es casi omnipresente (si la revisión de Assayas de esta película es una aproximación metacinematográfica, una de las interpretaciones más factibles de la versión de Feuillade sería considerar toda la enrevesada trama como una fabulosa puesta en escena: es obvio su legado folletinesco, pero también es patente la marca de un cierto tipo de teatro de efectos muy popular en la época de su filmación y hoy abandonado, leer Comedia con fantasmas, de Marcos Ordóñez).

En cuanto a que Max Linder diera sus primeros pasos en el mundo del espectáculo sobre las tablas es totalmente natural y una condición que cumplen la gran mayoría de sus contemporáneos, pero lo que singulariza el “personaje Linder” es que todo hace indicar que se trata de un actor, del mismo Linder: su personaje no tiene oficio conocido (más allá de pretendiente perpetuo), es aficionado a los disfraces y a maquillarse, no se priva de guiños al espectador dejando patente su actuación dentro de la actuación...

Quizá hoy estas concomitancias son más difíciles de ver porque, mientras podemos seguir leyendo a Dickens y comprobar lo que Griffith le debe, del teatro popular de la época nos quedan como mucho referencias de segunda mano. Desgraciadamente, es un tipo de funciones ya difunto, e incluso su herencia, las películas de las que estamos hablando, le ha sido negada.

En pocas palabras, desde siempre el cine ha tenido una especial querencia por los ambientes teatrales a los que ha dado una preponderancia muy superior a otros oficios, y no se trata de ombliguismo (al menos no totalmente), sino de que pronto tanto creadores como espectadores se dieron cuenta de que el cine se lo debía casi todo al teatro, y donde mejor se verifica esta unión no es en las adaptaciones de obras teatrales, sino en la asunción de sus principios y en el tratamiento documental de la vida escénica, lo que le proporcionaba una doble lectura que también doblaba su interés y particularidad.

martes, 22 de junio de 2010

Electra

Cuando se levanta el espléndido telón del Teatro Español (¡hacía tanto tiempo que no podíamos verlo!), el espectador se abrocha los cinturones y se encomienda a todos los santos: los actores en pleno aparecen interpretando una espasmódica danza que recuerda a la haka maorí: y bien que intimida... al público. Por suerte los rezos son escuchados y estos bailes sólo se repetirán dos o tres veces más. Pero uno se pregunta a qué vendrá tamaño despropósito. ¿Un capricho consentido de Sol Picó (movimiento de actores) y Marta Gómez (coreografía). No, más bien parece una advertencia: oye, que estamos haciendo una cosa de Galdós, ese tipo de hace tanto tiempo, el garbancero, pero que nosotros somos muy modernos, eh.

Si no fuera tan superficial, banal y mediocre en su ejecución, la idea podría haber tenido su gracia. La obra se puede ver como una constante disputa entre tradición y modernidad. Electra alude al trágico mito griego (por cierto, si a alguien le asulta la duda de cómo se llamaba el hermano de Electra, en el programa de mano está la solución: el nombre de una de las taquilleras es Oresta), pero también al electrón, de la incipiente ciencia del siglo XX (es curioso que en la obra se cite a Darwin, sin duda modelo de desafío científico, y que se haga sólo cincuenta años después de su irrupción, cuando la ciencia en España, como se sabe, siempre ha ido un siglo por detrás). El busilis de la obra es la lucha entre los carcas que pretenden encerrar a Electra en vida para que lleve una existencia sumisa y controlada por la Iglesia, y los progresistas que luchan para que pueda hacer lo que quiera, sea esto lo que sea. Bien, con estos mimbres se pueden hacer unas inteligentes actualizaciones que traigan la tragedia a nuestros días, pero la puesta en escena se pierde en un simbolismo tan evidente que a veces hasta es tierno, seguro que hará las delicias de los amantes del naïf. En el mismo tono, con la misma falta de mano izquierda, la Electra de Sara Casasnovas pasa de un infantilismo recalcado a una madurez repentina, a una locura instantanea, a un recogimiento súbito, todo sin solución de continuidad; el don Salvador de Antonio Valero, jesuítico malvado que podría provocar temor e ira, es retratado como un patán que más mueve a la risa (el público rió varias de sus apariciones); mientras que el Máximo de Miguel Hermoso Arnao, el intelectual positivo, pierde la razón cuando más falta nos hacía y en ningún momento despierta la admiración que debería incitar. Y todo así de “esto es lo que hay”. Incluso hay una bandera de España.

Pese a todo lo dicho, la obra no es digna de desprecio. Para nosotros don Benito Pérez Galdós no es sólo uno de los más grandes escritores en lengua española (“uno de los” porque existe Cervantes, sino sería “el”), sino que es irrebatible su pertenencia por derecho propia a la pléyade de la literatura mundial. Aunque su teatro haya quedado más desfasado (de todas maneras, apenas hay manera de comprobarlo, al menos sobre los escenarios, pues a los directores, como ya hemos visto, les da pánico enfrentarse a gente tan pasada), la fuerza de su escritura siempre queda patente. Por eso, cuando Ferran Madico deja que la palabra prevalezca, cuando la adaptación de Francisco Nieva es más fiel a la obra original, cuando los actores se dejan llevar por lo que están diciendo en lugar de tratar de imponerse a ello, el espectáculo se hace digerible e incluso alcanza ciertos momentos de grandeza. Qué revés para sus saboteadores que una vez más hayan sido derrotados por don Benito.

lunes, 14 de junio de 2010

Tambores na noite

Brecht sigue siendo uno de los autores más representados en los escenarios españoles. Y pese a ello, sigue siendo uno de nuestros autores favoritos.

Después de la decepcionante puesta de Madre Coraje que Gerardo Vera estreno recientemente en el CDN, teníamos esperanza de que una compañía de otro país y con el prestigio del Teatro Nacional Sao Joao de Oporto supiera llevar a escena todo el potencial de Brecht. Pero, sin ser una masacre, la adaptación es muy deficiente.

Da la impresión de que los directores actuales tienen demasiado respeto a Brecht, lo cual es la mayor falta de respeto que se le puede hacer. Es como si colocando un par de canciones y poniendo a algún actor entre el público ya tuvieran el expediente brechtiano completo y para el resto de la obra se limitaran a una puesta en escena convencional. La mayoría de las obras del autor augsburgués, y Tambores en la noche de forma muy destacada, son en una primera lectura convencionales historias de las de toda la vida. Pero lo interesante es la segunda lectura que propicia Brecht, la manera en la que da la vuelta a los clichés para desnudar su falsedad y su comicidad. Pero los directores se olvidan de esto y se quedan en una visión superficial que convierte a Brecht en Benavente. Todo en orden (las insinuaciones revolucionarias son toscas y cuadriculadas), y lo que puede ser todavía peor, sin un ápice de gracia.

Por otra parte, Brecht es un autor eminentemente visual. Sus diálogos a menudo funcionan como eslóganes (y hay que tener cuidado de que no se conviertan en sólo eso), mientras que su verdadera fuerza está en la capacidad de la puesta en escena para transmitir toda la energía que contiene. Por eso, después de la sorpresa que provoca la incapacidad de grandes directores para sacarle todo el partido, acabamos por pensar que, pese a las apariencias, Brecht no es nada fácil de llevar a escena. Podría parecer que, dado que es un autor que lo permite todo, sería un gozo para un director poder liberarse y dar pie a toda su creatividad, pero, sin llegar a ser malpensados y concluir que es que no dan más de sí, concederemos que esa libertad absoluta crea un pánico, un vacío muy difícil de llenar.

El director de esta versión, Nuno Carinhas, parece haber sucumbido a este desafío y llena el espectáculo de palabras. De acuerdo, las palabras son las que son, las que Brecht escribió, pero el espectador tiene la sensación de que se trata de una de esas obras en las que los personajes no dejan de hablar, de decirse las mismas cosas una y otra vez, sin que la acción avance, sin que haya nada que llame la atención. Curiosamente (pero no por casualidad), los dos mejores momentos de la obra son mudos: cuando el soldado derrotado en la guerra y en el amor, como diría Brecht (doble lectura) se quita las botas llenas de arena; y el final, en el que los personajes pasean sus carritos al son de Tom Waits.

Sobre las películas mediocres siempre se puede decir “tiene una fotografía bonita”. Acerca de Tambores na noite, que más que mediocre es cobarde, es de ley decir que tiene una iluminación muy trabajada. El trabajo de los actores es meritorio, aunque a veces parecen incapaces de ocupar toda la profundidad que ofrece el enorme escenario. De alguna manera habrá que solucionar el tema de los sobretítulos, que siguen siendo muy deficientes. Una parte llamativa del público se fue en el intermedio, otros igual de llamativos celebraron el final con bravos desmesurados.

lunes, 7 de junio de 2010

Del maravilloso mundo de los animales: Los corderos

En realidad el desconcierto comienza antes de la función con un título incomprensible (y en mi opinión, desafortunado). Cuando el público entra en la sala, se encuentra con que algunos de los actores ya están en el escenario, costumbre que ya se está convirtiendo en habitual y que por algún motivo nos parece algo incómoda. Se escucha el aviso de que el espectáculo va a comenzar, se van apagando las luces, y los actores comienzan a hablar. ¿Pero qué están diciendo?

Lo de “kafkiano” ya se ha convertido en un adjetivo recurrente (como “dantesco” o “quijotesco”), de uso cotidiano y habitualmente usado por persona que no saben de lo que hablan (es decir, que no han leído a Kafka). En esta ocasión creo que aplicar a la obra esta calificación no sería algo gratuito, sino que la influencia del escritor judío es evidente. Nos encontramos ante una situación extraordinaria (un secuestro) asumida por sus protagonistas como un hecho de lo más normal. De ahí la incomodidad del espectador, que no sabe si reírse de lo absurdo de la situación o preocuparse por lo inquietante de la escena.

Lo normal sería que según va avanzando la trama se nos fueran dando detalles que nos permitieran ir trazando el fondo del argumento, pero bien al contrario, las cosas se van enredando según aparecen más personajes. Si al principio tenemos a Gómez y Berta, él secuestrado y ella que le reprocha su impertinencia, después aparece el vecino chiflado. Las cosas van cambiando de una frase a la siguiente e incluso dentro de la misma frase, y así como comedia y terror se entremezclan, también las relaciones entre los personajes varían. Ahora el vecino parece dominar la situación, ahora Berta le pone literalmente contra la pared. Aparece una maleta que también es en sí misma absurda. Y cuando surge una pistola, sale disparado de la habitación el padre. Pero si hay padre, también hay una hija. Un secuestrado, un matrimonio separado, una hija, un vecino y una pistola.

No sólo es que la acción se desarrolle sin descanso, es que la mente del espectador no puede parar ni un segundo tratando de dilucidar que es lo que está pasando. Y de repente, mientras está imbuido en sus pesquisas, un golpe cómico inesperado que le desconcierta aún más. Y otro. Y otro más. Porque si los diálogos funcionan (en un 80%), el ritmo tampoco decae en ningún momento.

Veronese se ha unido a la compañía andaluza Histrión Teatro para poner en escena una obra desconcertante en la que el final parece un añadido para dar una posible explicación lógica (junto al título, lo peor de la obra). La mezcla era llamativa y el resultado no lo es menos, pero es necesario ver propuestas tan alocadas de vez en cuando para que el teatro no se convierta en algo de lo que ya nos lo sabemos todo.

viernes, 4 de junio de 2010

Cocorico

La comicidad de la velada se inicia antes de que empiece el espectáculo y dura hasta después de que haya terminado: al llegar al Instituto Francés para asistir a la representación que va a ofrecer Patrice Thibaud, nos encontramos a un grupo franceses que hablan entre sí un español con su acento tan característico y uno no puede evitar reírse por dentro pensando que parecen estar imitándolo. Y cuando la función ya está despidiéndose con un breve bis en el que los actores piden la pequeña colaboración del público, al que demandan que acompañen con sus aplausos una pieza musical, la última carcajada se escapa al comprobar la incapacidad del espectador nativo para coordinar un sencillo acompañamiento acústico. Sería digno de asistir a un concierto de Navidad de Viena con un público patrio intentando amoldarse a la melodía de la marcha Radetzky.

Entre medias, un espectáculo de comicidad total. Las referencias son obvias: Marcel Marceau, pero Thibaud es menos sutil, menos explícitamente genial y Jacques Tati, pero nuestro payaso es más facial, más desbordante. Por cierto, es extraño (y no dice nada bueno de nuestra psique) que en castellano la palabra “payaso” sea un insulto. ¿Por qué hacer reír a la gente es algo mal visto? En este caso desde luego la gente está por la labor de dejarse convencer. Desde la primera escena las carcajadas son atronadoras. El primer gag, sin duda lo merece: Thibaud saca a su colaborador, Philippe Leygnac de una maleta como si fuera un muñeco de trapo. Lo grandioso de la función es que, ahora sí como pasaba con sus ilustres antecesores, todo está tan ensayado que el tempo de la obra es milimétrico. Todo sucede en el segundo apropiado, en el centímetro acordado. Y lo mejor de todo es que no se nota, que la fluidez de la obra no se detiene ni un sólo instante. Y éste es otro logro mayúsculo, ya que obviamente no hay un argumento, sino esqueches sucesivos en los que Thibaud despliega sus inacabables dotes cómicas: así pasa por ser un ciclista dopado, un vaquero implacable, una majorette habilidosísima... y también un payaso, el payaso oh la la. Junto a él, Leygnac ejerce de multiinstrumentista virtuoso. Toca melodías de todo tipo al piano (siempre manteniendo el tempo más adecuado para la actuación de su compañero), la trompeta, ¡la trompeta y el piano a la vez!, la corneta, una guitarrita, hace percusión con maletas y cacerolas...

A menudo este tipo de espectáculos recurre a la vanidad del espectador que tiene que trabajar para identificar las imitaciones que se ven sobre el escenario. Pero Thibaud es mucho menos pretencioso. Entre el publico había numerosos niños (incluida la que nunca puede faltar, la que pregunta doscientos “porqués” a lo largo de la función) que parecían disfrutar la función con placer, pero sin duda los más saciados fueron los adultos, que al final de la obra casi derrumban el teatro con sus aplausos. Suponemos que los artistas no están tan acostumbrados a recibir una muestra tan apasionada de la admiración que suscitan en su propio país. Anoche, por lo menos, se lo merecieron.

miércoles, 2 de junio de 2010

Macbeth

Hay algunos sucesos que jalonan el año creando expectativas y centrando ilusiones durante meses. Desde hace un lustro, la visita a Madrid de la compañía Cheek by Jowl se ha convertido en una de los grandes acontecimientos anuales, más relevante que un cambio de estaciones, más trascendente que cualquier desvarío político.

Como ya nos hemos hecho con un cierto “estilo Donnellan”, nos parecían exageradas las apreciaciones sobre la extrema austeridad de su último montaje, y sin embargo los avisos eran ciertos. Un escenario vacío en el que los únicos elementos que dan algo de juego son las ya clásicas cajas de madera de Donnellan y Ormerod. Pero es que ni tan siquiera hay atrezo, incluso las dagas son invisibles. Por supuesto, también el vestuario es conciso, simples trajes negros. Y sin embargo tanta sencillez es apabullante. De la misma manera, los monólogos son recitados de frente: los actores se colocan en el centro del escenario y declaman las inmortales palabras de Shakespeare con una intensidad que jamás había visto. No hay nada con lo que distraerse, sencillamente tenemos una de las grandes tragedias salidas de una mente humana y unos actores que están a su altura.

Con Shakespeare a menudo sucede que al ser sus obras tan conocidas, lo que buscan los directores es epatar, buscar novedades a costa del texto, cuando no intentar situarse por encima de él. Donnellan apuesta, sabiamente, por lo contrario. Concentrarse en el valor de la palabra y disponer la puesta en escena para que los actores tengan la máxima libertad posible. A partir de ahí, la creatividad escena por escena no deja de sorprender. Es una delicia para cualquier aficionado al teatro ir descubriendo paso a paso las argucias usadas por el director para, con la renuncia absoluta a recursos artificiales, inventar las escenas. Desde el principio, con la inquietante aparición de las brujas en off, hasta el siempre escalofriante final, con una lucha de espadas imaginarias, Donnellan va sacando lo mejor de su experiencia para ofrecernos el más destilado espectáculo de teatro puro que hayamos visto. Esto nos lleva a pensar en que, siguiendo este camino de austeridad, la próxima propuesta del director consistirá en un único actor que recitará cualquiera de las obras de Shakespeare desde el centro del escenario. Y seguro que logrará hechizarnos.

Desde el principio, una de las cosas que más valoramos en las puestas de Donnellan fue su habilidad para dar ritmo a las obras a través del movimiento de los intérpretes (no en vano, la compañía cuenta con una directora de movimientos, Jane Gibson). El desgaste de los actores, que no paran un segundo, debe de ser monumental. Pero no se nota. El extraordinario Will Keen, uno de esos actores con tal fuerza escénica que parece que desprende energía (si le colocas una bombilla en el dedo, seguro que se enciende), expulsa sus monólogos a través de un catálogo de matices agotador. Es común la broma por la que las personas ajenas al mundo del teatro creen que lo más difícil de la actuación es aprenderse el texto. Como ignorantes de lo que supone la creación de un personaje, nos asombramos por la dificultad que debe suponer el aprendizaje de una gama casi infinita de expresiones faciales y corporales. El papel de Lady Macbeth es llevado con espanto por Anastasia Hille, que también sabe llevar a su personaje desde los más oscuros rincones de la obsesión por el poder hasta una locura nada estereotipada. Inolvidable su muerte dentro-fuera de escena.

A menudo se abusa del calificativo de “obra maestra” para cualquier tipo de expresión artística (o pseudoartística), pero en mi experiencia nunca he contemplado espectáculos que merezcan más este calificativo que las producciones de Cheek by Jowl. Es tan sencillo como que todo funciona a la perfección.