Ha
querido la casualidad (y qué lamentable empezar a hablar de una obra
de Shakespeare con una frase como esta) que sea justo hoy, día de
las brujas, o algo así, cuando hablemos de MBIG, la terrorífica
versión de Macbeth que ha creado José Martret para La pensión de
las pulgas. Es sabido que Shakespeare da para todo, y Macbeth es una
de sus obras más complejas y ricas en interpretaciones, de las que
ya hemos visto unas cuantas. Pero lo que hace Martret es potenciar su
lado más siniestro, más espeluznante, y convierte la historia en un
cuento de terror capaz de asustar sin trucos, tan sutil cuando hace
falta como impactante y turbadora: Macbeth en los infiernos.
Lo
cierto es que al principio de la representación nos vimos un poco
descolocados. Esto de ambientar la historia en el mundo corporativo
parecía indicar una actualización de la obra. Por suerte no es así,
pero de todas maneras la parte referente a los altos negocios es
irrelevante. Hay que saber entrar en Shakespeare, hacerlo propio y
sacar unas conclusiones personales, pero en él ya se encuentran
todas las posibilidades que quepa imaginar, y si intentas añadir
texto propio, en el mejor de los casos va a quedar superfluo y
decorativo. Por eso, aunque el trabajo de Raquel Pérez es
encomiable, toda esa parte nos parece innecesaria y la obra ganaría
si se suprimiera.
Y
es que además el propio Martret demuestra a lo largo de todo el
montaje que se puede ser liberal respecto a Shakespeare sin necesidad
de caer en el libertinaje. Por ejemplo, que sean dos las brujas
(aunque siempre se haga referencia a tres), queda perfectamente
natural y no hacen falta más explicaciones. Sobre todo cuando esas
brujas son Pilar Matas y Maribel Luis, unas señoras de toda la vida
(aunque aparecen en cualquier fotografía de los años 60, todavía
es posible verlas en cualquier calle de Madrid, siempre en parejas,
como la Guardia Civil), capaces de poner los pelos de punta. La
iluminación y el sonido están muy bien, pero lo que de verdad
impresiona es su presencia, esa capacidad para no parpadear durante
minutos, es invocación a lo más terrible que hay en el interior de
cada uno de nosotros.
Aunque
la versión de Martret no tiene excesivos cortes, todo parece suceder
a un ritmo acelerado, sincopado. Al conocer el argumento, podemos
disfrutar de los detalles, de las pequeñas variaciones, de las
partes en las que se ha incidido. La ambición, la duda, el
remordimiento, el fracaso, son grandes temas que se pueden ir de las
manos. Pero aquí todo está resuelto de manera elegante, con
contención. Cuando nos metemos en el mundo de Macbeth ya no hay
espacio para la retórica ni los juegos florales: todo es acción y
tirar para adelante sin dejar un momento para respirar. Además, las
características de La pensión de las pulgas hacen que la
representación se convierta en algo personal, tan físico y real que
no hay espacio para la teatralidad: todo es inmediato, urgente. El
espacio escénico creado por Alberto Puraenvidia va más allá de la
escenografía, es una forma integral de entender el teatro. Incluso
los cambios de escenario se ven como algo lógico, coherente con una
idea conceptual.
Precisamente,
todas las interpretaciones parecen controladas, como llevadas en un
tono medio, discreto. Pero solo para que las explosiones de Macbeth
sean todavía más contundentes. En este sentido, el trabajo de
Francisco Boira es admirable. Es toda una experiencia ver cómo se va
consumiendo poco a poco, pasando de ese guerrero invencible a un
despojo incapaz de alzar la mirada, aunque batalle hasta el final.
Aunque algunas transiciones sean un poco bruscas, Boira puntúa a la
perfección cada ataque de rabia, cada temblor más en en ese
terremoto emocional en el que está inmerso. Cuando sufre espasmos es
como si un demonio se apoderara de su ser. Por cierto, a veces la
representación nos recordó a El exorcista y no parece casualidad
que se repitan algunas referencias bastante evidentes.
Pese
a que Macbeth sea un personaje tan poderoso, muchos montajes han
preferido centrarse en el personaje de Lady Macbeth, sin duda una
fuente inagotable de interpretaciones. Es un personaje tan esquivo,
tan difícil de comprender y a la vez tan universal que se ha
convertido en un referente para todo tipo de adaptaciones. La Lady
Macbeth de Rocio Muñoz-Cobo empieza siendo una seductora capaz de
cualquier cosa para conseguir sus objetivos, una encarnación del
Eros y el Tánatos, si nos ponemos pelín pedantes, repleta de
carnalidad y ansias de gloria. Con el crimen consumado, Muñoz-Cobo
enriquece al personaje dotándolo de humanidad. No es mala porque
Shakespeare la haya dibujado así, sino que tiene aristas y
convicciones. En la escena de la locura, uno de las grandes momentos
del teatro universal, torna su exuberancia en pudor, y de manera
delicada, desaparece.
Como
decíamos, el resto del reparto ejerce como contrapeso a la
ebullición de Macbeth. Esta contención hace que al Banquo de Andrés
Gertrudix, que tiene una aparición espectral memorable, le falta
algo de presencia, e igualmente el Macduff de Jorge Suquet tiene que
aceptar la noticia de la muerte de su familia con demasiada frialdad
y vencer a Macbeth con más soberbia que rabia. Raquel Pérez gana
en la última parte, cuando devastada por los acontecimientos impone
su fidelidad a la desesperación. Julio Vélez no tiene demasiado
espacio para el lucimiento, pero cumple en su papel de Duncan. Javier
Mejía posee un porte británico que le va muy bien a su Ross, al que
dota de saber estar, mientras que el Malcolm de Javier Ruiz de
Somavia parece algo fuera de lugar al conocer el asesinato de su
padre, pero se muestra mucho más desenvuelto cuando acepta atacar a
Macbeth.