lunes, 28 de abril de 2014

Sé de un lugar (Sala Cuarta Pared)

A veces se trata de una simple cuestión de semántica. Resignación o aceptación. Si te resignas, te rindes. Has perdido la batalla y ya solo queda limitar daños. Encerrarse. Verlas venir. Pero la aceptación es otra cosa. Es la reacción adulta. Es saber lo que puedes obtener. Olvidarte de los sueños y prepararte para seguir luchando. Y no hablemos del amor. O del “amor”. El amor stendhaliano, el de la cristalización, el de la idealización. Existe el sujeto, pero el objeto, incluso con esa denominación tan horrible, casi ni hace falta. Y podemos hacer otro enlace para ir llegando: la idealización del teatro. Lo que piensas antes de que se alce el telón. Es mejor no ir con expectativas, pero eso es fácil decirlo. Esta noche, la idealización: una comedia romántica. Sabes lo que te esperas.

Y entonces empieza Sé de un lugar. ¿Nos hemos equivocado de sala? Esto es un monólogo un poco excéntrico. En nuestra cabeza, elementos que no pueden faltar en la comedia romántica ideal: personajes simpáticos. Con los que te puedas identificar. Y sin embargo este tipo, Simó, desde la primera frase deja claro que no busca hacer amigos. Nadie va a decir que está de acuerdo con él. Sigue el desmontaje: habla de su padre, pero no, esta no será una de esas obras que tratan de culpar al padre (o a la madre). Pese a lo que pueda parecer, nada de psicodramas, nada de lamentaciones y autoindulgencia. No es lo que nos pensábamos, pero bueno, es penetrante y enseguida se pone evocador. Por si fuera poco, nos hace reír. Y ahora aparece la pareja. El objeto, que desde luego no lo es. Tampoco hay máscaras. Él se llama Simó, pero...

Porque una de las cosas más admirables de Sé de un lugar es que Iván Morales ni se oculta ni se idealiza. Tampoco a sí mismo. Está claro que hay mucho de él en Simó, y lo fácil hubiera sido deslizarse por la comedia romántica de superhéroes: el enamorado firme, seguramente traicionado, adorable pero que quizá no es capaz de expresar sus sentimientos. Se merece la luna, el pobre, pero nadie le comprende. Lo que pasa es que le comprendemos demasiado bien. No quiere que le hagan daño, no puede soportar ya ni la perspectiva, prefiere ocultarse, escuchar a los vecinos, los helicópteros, que la vida pase por la calle, a ser posible sin que le moleste.

Pero decíamos que ya había llegado Béré. Otra que tal. Idealista e indecisa, en proporciones equilibradas. A ella no la entendemos de entrada: tendría que aclarar las cosas consigo misma primero. Cada aparición suya es como si llegara un nuevo per... no, como si llegara una nueva persona. Si Simó busca la huida escondiéndose en sí mismo, Béré toma el camino opuesto, irse a cualquier otro lugar, lo más lejos posible. Evitar cualquier posibilidad de encontrarse consigo misma, de tener que hacer frente a la realidad. Ella es otra. Al menos Béré tantea, prueba cosas diferentes, se equivoca. Porque sabe que equivocarse es la única manera de aprender.

Nada que ver con la idea que tenemos de una obra didáctica. Y sin embargo. Porque lo que nos presenta Morales también es una historia de aprendizaje. De cómo relacionarse con la vida. Pero a pequeña escala, a 1:2, la escala de la pareja. Y también del individuo. Pero parece que solo se puede llegar a esa paz interior después de haber establecido un vínculo verdadero con otros. Eso no nos lo suelen decir. Normalmente ahora hablaríamos de la escritura y la dirección de Morales, pero en este caso nos parecería artificial. Las capas de los personajes, el uso vibrante de los elementos escénicos... Bah, todo eso no es más que teatro.


Algo parecido pasa con Xavi Sáez y Anna Alarcón. La herida de Sáez, su hundimiento, pero también su ilusión. Cómo presenta el patetismo de Simó y le hace hermano. Sin explicaciones, sin disculpas. O la capacidad de Alarcón para ser alguien totalmente diferente cambiándose de camiseta. El amor-odio hecho carne. Muchas veces los dos están juntos pero como si fueran objetos. ¡La escena culminante dada de espaldas! Monólogos que parecen no afectar al otro, y que sin embargo se convierten en intensísimos diálogos con el público. Tenemos la sensación de que esto no puede ser una rutina. Todo esto está surgiendo ahora mismo, ante nuestros ojos. No, esto no es lo que nos esperábamos. Y entonces llega el final. Cuando todo esto haya pasado, esto seguirá pasando. 

martes, 15 de abril de 2014

Continuidad de los parques (Matadero Madrid)

Que la gente es muy rara ya lo sabemos. Solo hace falta darse una vuelta por la ciudad para encontrarse con los tipos más extraños. Pero lo curioso es que la costumbre no acaba con la sorpresa. Sí, ya pocas personas saben lo que es “normal”. Y los comportamientos más estrambóticos solo nos mueven a encogernos de hombros. O a poner los ojos en blanco en los casos más extremos. Sin embargo, cuando vemos estas extravagancias en un libro o en una obra de teatro, tenemos que inventarnos calificativos. Se dice que si Kafka hubiera nacido en México habría sido un escritor costumbrista. Pero creemos que no hay que caer en localismos: cualquier artista que pretenda ser totalmente fiel a la verdad acabará cayendo en el más disparatado surrealismo.

En Continuidad de los parques Jaime Pujol juega en ese territorio extraño, tan perturbador como hilarante, en el que la cotidianidad y el absurdo se mezclan. La lista de referencias y epígonos, de Flann O'Brien a Alfredo Sanzol, se podría multiplicar. Pero, como apuntábamos, no hace falta ponerse a buscar en los libros, la vida está llena de estas situaciones. La estrategia de Pujol es tan sencilla en apariencia como rebuscada en el fondo. Cada situación tiene un punto de partida anecdótico, un desarrollo imprevisible y un final que da la vuelta a la situación. En un recorrido circular que recuerda a La ronda de Schnitzler, Pujol irá sembrando el parque de migas de comicidad, melancolía y una pizca de desquiciamiento que muchas veces aparece como única posibilidad de fuga.

Para que esta estructura excéntrica-concéntrica no quede dispersa, Sergio Peris-Mencheta despliega una puesta en escena feliz, primaveral. Las historias representadas son irregulares y si algunas dan en el clavo con finura, otros se pierden en buenos planteamientos que no acaban de rematarse. Sin embargo, nunca se pierde la continuidad, no es una colección desmañada de ocurrencias. El ritmo interno, la transición entre las escenas, ese fino toque que marca la diferencia entre el acto fallido y la sorpresa gratificante, se consiguen con absoluta sencillez. También la escenografía y la iluminación dan perfectamente el aire de los parques de Madrid (estamos pensando especialmente en el de las Vistillas).

Pero, a fin de cuentas, el éxito o el fracaso de un texto como el de Continuidad de los parques recae sobre todo en los actores. Sería muy fácil deslizarse hacia la exageración, tratar de buscar el humor más básico al que algunas de las situaciones parecen encaminarse. Aunque también sería peligroso no dotar a una obra como esta de esa necesario punto de locura que la haga plenamente disfrutable. Gorka Otxoa tiene una gracia natural que le sale en los momentos más inesperados y que explota al máximo cuando las circunstancias se lo permiten. Su Truquis se llevó las mayores carcajadas de la función, e incluso su bobo, que nos pareció un recurso un poco facilón, tiene más fondo del que podría parecer. Fele Martínez tiene menos participación de la que nos hubiera gustado, pero se redime con su última aparición, ese taxista improvisado al que dota de una humanidad que va más allá de lo que en un principio se pensaría.


Luis Zahera tiene que recuperarse del que para nosotros es el gag más desafortunado de la función: cierto que no puede haber parque sin borracho, pero este monólogo incoherente es incapaz de saltar del tópico ni tan siquiera con una vuelta de tuerca final que completa su sentido. Además de estar perfecto junto a Fele Martínez en Luz verde, seguramente el mejor, Zahera también borda al falso palurdo que en realidad se las sabe todas y que acaba quedándose con el Truqui. Roberto Álvarez aporta desconcierto en la escena de los teléfonos mágicos y en la más disparatada de todas, la del acoso de los bibliómanos. También es destacable que una de las historias más divertidas sea la de los perros, la única en la que participan los cuatro actores. En una sala tan abarrotada que parecía haber más gente de la permitida, los intérpretes fueron saludados con aclamaciones. Al salir del teatro empezaba lo verdaderamente extraño. 

martes, 8 de abril de 2014

La cortesía de España (Matadero Madrid)

Decir que “Lope no se acaba nunca” puede interpretarse de maneras muy diferentes. Si se trata de una función de las de reclinatorio, hará obvia referencia al tostón que estamos soportando. Y es que si el mal teatro es lo más insoportable del mundo, arruinar una buena obra por malas artes no es solo un crimen, sino algo peor, un latazo. Lo que podría haber sido. Otra interpretación evidente es que la obra de Lope de Vega es tan extensa que parece imposible ni tan siquiera conocerla por encima. Con lo fácil que es aprenderse los títulos de Shakespeare y etiquetarlos. En cualquier caso, hoy decimos que Lope no se acaba nunca porque por suerte hay tantas maneras de hacerlo bien como de hacerlo mal, y si recientemente pudimos disfrutar de El caballero de Olmedo, una de sus obras más famosas, con La cortesía de España, mucho menos conocida, hemos podido saborear una aproximación totalmente diferente pero igual de gozosa.

Para empezar, La cortesía de España es una de esas obras que entran por los ojos (y, teniendo en cuenta que hablamos de Lope, no es fácil que la vista le gane al oído). El vestuario de María Araujo es sencillamente precioso. No somos espectadores que busquen en las obras de teatro (o películas de época) espectaculares recreaciones para gusto de los sentidos, esos festivales de pelucas en los que lo importante (a menudo lo único importante) es el envoltorio, pero el trabajo de Araujo merece ser destacado desde el principio. Lo mismo pasa con la escenografía de Clara Notari, muy bien complementada por la iluminación de Juanjo Llorens. Cada escena tiene una sorpresa, un hallazgo conceptual o sensorial. Así, la utilización de mapas y cuadros de la época que se ven desarrollados en las tablas dan un aire de época sutil y encantador.

Dejando aparte el resplandor estético, lo cierto es que la función comienza algo acelerada. Los personajes están sobreexicitados y todo parece que va a una marcha de más, como si tuvieran prisa por empezar ya con lo bueno. Y lo cierto es que esto no tarda en llegar. En realidad la obra tiene una estructura rara, con nuevos personajes que no paran de aparecer, escenas en media docena de ciudades de Italia y España, peripecias de lo más variopinto y una mezcla entre humor y desolación ofrecidos sin solución de continuidad y que sobre el papel no debían de casar muy bien (nunca mejor dicho). Por suerte la tentación de acelerar los episodios se refrena y cada episodio es contado con el tempo y el tiempo que exigen.

Tanto la dirección de Josep María Mestres como la versión de LailaRipoll van encaminados en hacer fluido este incesante carrusel de aventuras, embrollos, encuentros y desencuentros. Y podemos decir que logran su objetivo dando continuidad a la historia, sin saltos de tensión ni quiebro entre las partes más cómicas y las serias. Si el texto de Lope da pie a la intriga, el humor, la pasión, Mestres consigue puntuar con tacto cada cambio de registro. También en la dirección de actores se muestra acertado: en todos los elencos amplios hay diferencias de calidad, y más en una compañía de actores jóvenes, pero en esta función hay un notable equilibrio.

Natalia Huarte es el centro de toda la función y se gana los galones. En su primera escena trasmite tanta ilusión y alegría como orgullo y temor poco más tarde. En una obra en la que predomina el buen humor, ella es el personaje más trágico, pero si parece dejarse llevar (literalmente), tiene un par de escenas en las que demuestra que ella también tiene sus armas... hasta llegar al final. En el polo opuesto se sitúa Álvaro de Juan, el gracioso, para nosotros la verdadera revelación del montaje. Si el verso suena natural en todos los intérpretes, la dicción y la voz de este Zorrilla parecen hechas para representar clásicos. De Juan dota a su personaje de picaresca, de ingenio e incluso de gallardía, todo en uno.


Francesco Carril tiene que asumir el difícil papel del galán un poco ridículo. Aunque no fuera la intención de Lope, hoy algunas de sus proclamas de españolidad suenan a choteo, pero Mestres y Carril saben sacar partido a esta situación y su personaje se gana en simpatía lo que pierde en impostura. Júlia Barceló, su hermana, comparte con el la vis cómica. Con unos pocos gestos y un puñado de exclamaciones puede definir a su personaje y salirse con la suya... hasta el final. Manuel Moya pasa de ser un campechano señor a convertirse en un Otelo por culpa de su particular Yago, el Claudio interpretado por Jonás Alonso. Despiadado y poco razonable, Moya está por momentos un poco hierático, pero en los momentos de exaltación se muestra a la altura. Alonso encarna con malicia un personaje lleno de dobleces, artero y zorruno. Por eso queda extraño que en un final con tantas bodas y tan poca felicidad, la cortesía española llegue tan lejos.

viernes, 4 de abril de 2014

El encuentro (Teatro Español)

Llevamos camino de convertir la Transición en el objeto principal de las ficciones nacionales, incluso por encima de la Guerra Civil. Y, una vez más, nos encontramos con los mismos problemas. Si parece que todavía es demasiado pronto para hablar de algo sucedido hace casi 80 años con perspectiva histórica, de la Transición, de la que todavía no ha pasado ni la mitad de tiempo, es imposible contar con un relato histórico de referencia, pero ya tenemos películas, novelas, obras de ficción que se pasan por factuales y obras con pretensiones serias que se leen como invenciones literarias. En fin, periodismo. Incluso tenemos algo tan posmoderno como documentales de ficción. Y, por supuesto, obras de teatro. Tampoco falta algo tan español como los anti, los empeñados en desmontar las creencias populares sobre de la Transición. con la misma pasión y falta de matices que tuvieron los que construyeron aquella imagen idílica. A falta de Historia, lo que tenemos son mitos, como hemos podido comprobar de manera apabullante recientemente.

En este contexto, El encuentro se sitúa entre dos aguas, sin que Luis Felipe Blasco Vilches sepa muy bien por dónde tirar. Un ejemplo evidente: aunque no hay duda de que los protagonistas son Suárez y Carrillo, en ningún momento se les identifica como tales, incluso en el programa aparecen como Bajo y Alto. ¿Es una obra sobre la Transición o simplemente usa el pretexto de este tiempo histórico para contar una historia particular? Historia, con mayúscula, e historia. A menudo, en las obras ambientadas en tiempos pretéritos, se suele decir que lo que en realidad nos están mostrando es algo de nuestro tiempo (algo que, por cierto, odiamos) (que lo digan). Pero en el caso de la Transición es evidente que es así, porque todavía estamos viviendo en ese tiempo, porque incluso aunque no hubiéramos nacido aún, más que nunca “el pasado nunca muere, ni tan siquiera ha pasado”.

Esta indeterminación se mantiene durante toda la obra. Se da un poco el aire de la época, con digresiones un poco excéntricas como cuando los protagonistas se sitúan en el futuro, nuestro presente, o se rememoran episodios famosos. Pero da la sensación de que esa parte didáctica no convence a nadie, que es insuficiente o superflua. Así que nos quedaríamos con la excusa. Aquí la obra tendría grandes posibilidades. Discusiones de altura entre dos titanes. Grandes propuestas intelectuales. Firmes posiciones políticas. O incluso el combate entre ambas posturas: el intelectual que se siente superior frente al político de raza que se las sabe todas. Hay muchas metáforas posibles, y Blasco Vilches opta por la de la partida de ajedrez, con dos contrincantes finos, pero también firmes, inteligentes y con altas miras. El problema es que tampoco acaba de funcionar. Falta tensión, progresión dramática. Hay algunos trucos dramáticos que parecen innecesarios, como esa pistola, y a momentos de gran tensión les siguen otros de bajonazo, se percibe una falta de continuidad.


La puesta en escena de Julio Fraga es tan contenida como demanda la situación. Un horrible mueble bar ocupa el centro del escenario, y aunque también podría haber ejercido funciones simbólicas, más bien se queda como muestra de la época. Si el texto tiene sus vaivenes, Fraga tampoco logra solventar las arritmias, aunque se puede valorar la solidez que transmite. En cuanto a los actores, si decíamos que se juega con una falsa ambigüedad respecto a sus personajes, nos descoloca totalmente su total falta de parecido con ellos. Es imposible que sea buscado, pero lo cierto es que JoséManuel Seda y Eduardo Velasco se parecen más a Zapatero y Llamazares que a Suárez y Carrillo. Aparte de esta anécdota, está claro que lo mejor de la función está en ellos. Velasco encarna a este personaje inasible, complejo, tan polarizador, y lo hace convincente, iracundo, muy inteligente... y sin embargo perdedor. Porque aunque pueda parecer que la partida termina en tablas, el que acaba ganando es Suárez, al que Seda dota de encanto, pero de ese encanto que esconde un cuchillo (o una pistola). Se sabe menospreciado, pero juega con este factor a su favor. Si el intercambio dialéctico renquea, cuando solo tenemos a los dos intérpretes frente a frente, sin pasado ni futuro, podemos disfrutar de un gran combate de actor a actor.