Ver
a los actores de Propeller es una experiencia holística. No se
limitan a incorporar sus diversos papeles con una mezcla de
naturalidad y elaboración alquímica, sino que simplemente oírlos
hablar, con esas voces y esa dicción que parecen llevar de cabeza a
la escuela de interpretación (o, más bien, que en estas escuelas
saben moldear de manera admirable: he aquí un aspecto que debería
imitarse en los cursos de actuación españoles), y verlos caminar
(cada personaje con su propia peculiaridad, pero sin remarcar),
oírlos hablar y verlos caminar, decíamos, es ya una lección sobre
saber estar sobre las tablas. Pero es que también cantan y bailan y
tocan tantos instrumentos como para formar una orquesta. Simplemente
parecen capaces de superar cualquier reto que se les plantee.
Otro
aspecto destacable es el hecho de que todos ellos mantengan un nivel
general extraordinario. Los hay más jóvenes y mayores, algunos más
desenvueltos y otros más profundos, unos tiran más hacia fuera y
otros se retraen hacia el interior, pero a ninguno se le puede
reprochar no estar a la altura. Pero es no impide que tengamos
nuestros preferidos.
Pese
a que no se ocupa de ninguno de los papeles principales y sea el
encargado de los personajes más “característicos”, nosotros nos
quedamos con John Dougall, una especia de Niles Crane torpón y
objeto de todas las burlas. Su Sir Andrew y su Gremio están
dramáticamente emparentados, y Dougall es capaz de sacar todo el
partido de su comicidad patética y a la vez transmitir simpatía y
que el espectador se ponga de su lado.
Si
Dougall es el característico, la estrella de la compañía es VinceLeigh. En Noche de Reyes es un Sir Toby socarrón y borrachuzo, aunque
milagrosamente no pesado (como suelen ser estos personajes). Pero su
momento de gloria se produce en La fierecilla domada, con un Cristobal
desbordante. El papel es lo más desagradable que se pueda encontrar
un actor, fácilmente rechazable por el público, pero Leigh tiene
tanto ardor, tanta convicción, que arrolla en cada escena en la que
aparece.
Uno
de los motivos de la grandeza se Shakespeare es que el espectador
nunca se siente cómodo, nunca puede dar las cosas por sabidas. No
hay bandos en los que atrincherarse. Incluso en obras tan
desenfadadas como la Noche, hay espacio para lo tenebroso. En la
escena del calabozo vemos a Chris Myles, antes fatuo y ridículo,
reducido a la desesperación. Como un fundido en negro en medio del
fulgor, Myles consigue emocionar y que olvidemos su comportamiento
previo. Su amenaza final sonará profundamente inquietante.
Joseph Chance disfruta del jugoso papel de Viola y esquiva todos los
peligros del transformismo. Sin forzar ninguna situación ni tirar
por el humor fácil, sino plenamente humano, supera la convención
para crear un personaje creíble y en constante emoción. Dan Wheeler
es aquí su hermano gemelo y Catalina en La fierecilla, donde entra
arrollando desde la primera escena y va evolucionando al ritmo de su
personaje hasta el terrible monólogo final, dando el perfecto timbre
en cada intervención.
Entre
el resto de la compañía también destacaríamos a Liam O'Brien, el
bufón en la Noche y sirviente gracioso en La fierecilla, un trovador
irlandés repleto de gracia y que canta estupendamente; a Ben Allen,
una Olivia caprichosa e irresistible y un sirviente desatado (se
llevó una ovación merecidísima en un mutis); y a Gary Shelford, la
juguetona criada de Olivia y el pretendiente Hortensio, de gran
presencia y muy versátil en sus registros.
Tras
la función de Noche de Reyes escuchamos a alguien decir “la salvan
los actores, porque la obra tampoco es que sea muy p'allá”. Señor,
no iremos tan lejos, pero el trabajo de la compañía es tan
impresionante que hasta podemos comprender el comentario. Incluso
casi pasaríamos por alto el hecho de que sea una compañía formada
solo por hombres (aunque, pese al éxito de Propeller o de la Tempestad de Barco Pirata, esperamos que esta moda no se extienda).