lunes, 24 de marzo de 2014

Baños Roma (Matadero Madrid)

Sería injusto calificar Baños Roma como una obra de teatro posmoderna o deconstruida, y no porque estos términos, tras su periodo inflacionario, hoy estén pasados de moda, sino porque, en nuestra parcialidad, solemos asociar tales calificativos con otro que deja menos dudas sobre la valoración: chorradas. Y Baños Roma, en sus aciertos y sus bajones, se podría definir de muchas maneras, pero nos parce una trabajo honrado y respetable, peculiar y a veces excéntrico (en algún momento nos preguntamos si más que de México, Teatro Línea de Sombra (TLS) no vendrá de Marte), pero en cualquier caso estimulante y sincero.

La obra se presenta como la historia de “Mantequilla” Nápoles, boxeador mexicano que vivió un gran éxito en los años 60 y 70 y que para mayor gloria apareció en el relato de Cortázar La noche de Mantequilla. Pero lo cierto es que el espectador de Baños Roma, nombre del gimnasio que Mantequilla regentó hasta que su decadencia (del local y del boxeador) se hizo irreversible, poco sabrá de este personaje al finalizar la función. Hay algunas referencias a su enfermedad, alguna recreación personal, pero no se trata de retratar su carrera, no es una de esas películas de boxeadores con auge y caída.

En realidad, y así lo admiten sus creadores, Baños Roma es una obra sobre Ciudad Juárez, tristemente famosa, como se suele decir, por la desaparición de mujeres y una violencia que en la representación se califica sin tapujos como guerra. Una guerra con motivos ocultos en la que sus participantes no sabes para quién trabajan y que dará forma a una nueva ciudad. Los TLS podrían haber caído en la tentación de convertir a Mantequilla en una metáfora de Ciudad Juárez, un espejo de sus momentos de esplendor y sus ruinas actuales, pero por suerte evitan la comparación directa, nadie tiene derecho a convertir la vida de un hombre en metáfora de nada.

Aunque Jorge A. Vargas aparece como director y el texto está firmado por él mismo junto a Gabriel Contreras y Eduardo Bernal, Baños Roma parece una creación colectiva con una participación vital de sus “actores” en su forma final (y ponemos actores entre comillas porque no lo son exactamente, alguno de ellos incluso produce ternura en su incapacidad, pero no lo decimos como demérito, no es ofrecer una clase magistral de interpretación lo que se proponen). En realidad, hay que ampliar mucho el concepto de géneros para considerar Baños Roma como teatro: no hay una construcción dramática, solo algunas recreaciones, y tampoco narración. Las escenas son más bien asaltos de un combate de boxeo, la continuidad está dada por la ambientación en lugar de por una historia, los elementos teatrales son un recurso más que también incluye música, dibujos, fotografías, proyecciones...

Esta acumulación de materiales podría considerarse como un happening (otro concepto bastante devaluado), pero la experimentación en este caso de lugar a una mezcla entre documental y poesía (extraño maridaje, cierto). Los “actores” relatan al espectador sus experiencias durante la preparación del montaje, un montaje que nunca llegaremos a ver (y no sería difícil ver aquí otro guiño a Cortázar). También habrá esas típicas deposiciones en las que, mirando a cámara, testigos o protagonistas aportan información, sensaciones. Como esa larga (quizá demasiado) escena en la que queda patente la transformación de Ciudad Juárez en una ciudad policial. Por otra parte, el montaje está repleto de imágenes de un gran poder lírico: la ciudad sobre la arena, las mujeres colgando de los sacos de boxeo, el baile con trágico final...

Es inusual encontrar en una misma propuesta escénica intención testimonial y trazo poético, teatro-denuncia, se podría decir, y espectáculo para los sentidos, como una película dirigida al alimón por Ken Loach y Peter Greenaway, un chocante cruce entre fondo y forma de resultados sorprendentes. Antes de entrar al teatro no sabíamos nada de lo que íbamos a ver. Cuando salimos, si nos hubieran preguntado, tampoco habríamos sido capaces de explicar muy bien de qué iba aquello. Pero sí que podíamos afirmar que había merecido la pena.


lunes, 10 de marzo de 2014

El viaje a ninguna parte (Teatro Valle-Inclán)

Ni hecho a propósito le habría salido al CDN un programa doble como el que forman El arte de la entrevista y El viaje a ninguna parte. Ambos suponen una reflexión sobre la memoria (o su pérdida), un reflejo de cómo la mente puede crear una historia paralela tan poderosa que suplantar la realidad. Pero mientras en El arte de la entrevista la recuperación de sucesos presuntamente olvidados y el deterioro mental suponen el centro de la trama, en El viaje a ninguna parte el tema de la manipulación de los recuerdos es más bien un recurso narrativo y un triste colofón a una historia de rendición incondicional.

Precisamente este montaje de El viaje a ninguna parte tiene que batallar con el recuerdo de la película dirigida por Fernando Fernán Gómez (aunque también hubo un serial radiofónico y una novela, la interferencia en estos casos no es tan manifiesta). Ignacio del Moral confiesa haber intentado ignorar este antecedente en su adaptación hasta el punto de no volver a ver la película, y si el espectador le acompaña en el empeño, podría pensar que la historia es puramente teatral. No ya por su homenaje al oficio, según sus practicantes el más bonito del mundo y según vemos aquí mismo también uno de los más duros, sino porque tanto la versión de Del Moral como la dirección de Carol López ofrecen una puesta estrictamente teatral. Si el cine es el arte de la elípsis y el encadenado, en el teatro entramos en el terreno de la evocación, del embrujo, del ver mucho más de lo que hay en escena.

Sin embargo, es curioso que al empezar la función el influjo fílmico nos llegue de la manera más inesperada: la música de Luis MiguelCobo tiene un aire que remite inequívocamente a Nino Rota, y de repente nos damos cuenta de todo lo que El viaje tiene de felliniano, de esos personajes de su primera época, abandonados en medio de no se sabe donde, ya casi sin anhelos, de vuelta de todo. También la escenografía de Max Glaenzel tiene recovecos peliculeros, en este caso parece que sacados de una película del oeste, como si los campos de La Mancha correspondieran al desierto de Sonora. Un western crepuscular, se diría hoy en día, con esos mercenarios tipo Los profesionales que lo han visto todo y a los que ya solo les queda una gota de dignidad.

Para un actor tiene que ser muy emocionante ponerse en la piel de cualquiera de los personajes de El viaje. Ellos saben mejor que nadie los sinsabores de esta profesión, su capacidad ilimitada para crear emoción y excitación, pero también los reveses cotidianos que conlleva. Pero al poner en escena esta avalancha de sentimientos hay que tener cuidado con el tono, si se tira por el lado elegíaco se puede caer en una actitud rimbombante y hasta ridícula. Si se opta por la sequedad, se puede perder alma y capacidad de sugestión. En este sentido la parte más difícil le toca a Antonio Gil, que transita entre su herido Carlos Galván, todavía dispuesto a darlo todo por su carrera, cautivo del veneno del teatro, y el viejo Galván, que ya rendido y desarmado tiene que refugiarse en sus propias películas mentales para no sumergirse en la desolación.

Con Tamar Novas se da la paradoja de que interpreta a un actor lamentable y lo hace con tantísimo talento que da pie a crueles chistes. Pero no, con una prodigiosa expresividad corporal y un tempo cómico digno de los grandes actores, Novas ocupa el centro del escenario más veces de las que en un principio le parecían asignadas. MiguelRellán vuelve a demostrar que tiene una capacidad empática como pocos actores, dan ganas de darle ánimo en sus bajones, de irse de celebración con él en los momento de exaltación, de darle la mano cuando decide que ya está, que se acabó. Camila Viyuela es todo simpatía y frescura, mientras que Olivia Molina dota de ternura y convicción a su Juanita. Amparo Fernández no goza de demasiado texto, pero se luce con Viyuela y Molina en la escena cupletista (en la que por cierto cobra todo sentido el uso del espejo y el telón, otra gran idea de escenografía). Andrés Herrera combina a la perfección sus dos personajes, el falangista en caída libre y el peliculero aprovechado.


Carol López ha puesto en este montaje grandes dosis de buen juicio y sensibilidad, de un amor no cursi por el teatro. La función está llena de momentos bellísimos, mágicos (como cuando los desolados campos de La Mancha se convierten en mar), y de una gran sabiduría al combinar los dos tiempos narrativos, sin que se produzcan cortes abruptos. El mismo mérito le podríamos atribuir a Ignacio del Moral, que ha sabido condensar la historia sin caer en una sucesión de grandes momentos. Ni tan siquiera en las en las escenas que podrían deslizarse hacia lamentos vacuos o fáciles paralelismos (¿qué le hemos hecho nosotros al gobierno?) se cae en el patetismo. El autohomenaje tiene todas las papeletas para convertirse en baboseo, pero cuando se hace con sinceridad y dignidad no caben reproches. 

martes, 4 de marzo de 2014

El arte de la entrevista (Teatro María Guerrero)

El método de la entrevista ha dado pie a todo un género (o al menos subgénero) teatral con jugosos resultados. Ya sea utilizando a personajes históricos dramatizados o a puras invenciones (no pocas veces simbólicas), en los últimos años este juego ha tenido una gran repercusión a través de las películas escritas por el dramaturgo Peter Morgan, cuya Frost/Nixon, primero obra teatral, es explícitamente citada en El arte de la entrevista. Pero el intercambio de preguntas y respuestas, que como diría Fernán-Gómez más valdría calificar como interrogatorio que como entrevista, se remonta, tal como explica uno de los personajes de esta obra, a Sócrates. Sin duda, a través de la entrevista podemos alcanzar un mayor conocimiento, empezar a entrever lo que se esconde tras la máscara con la que las personas ocultamos ante los demás nuestro propio ser. Pero se trata de un juego que puede llevar a engaño. Y, como vemos en El arte de la entrevista, al más intrincado de los engaños: el autoengaño.

No queremos dar más relevancia de la debida a la formación filosófica de Juan Mayorga, pero es curioso que Sócrates también pueda tomarse como referencia para otro de los ejes que atraviesan la obra: para el filósofo griego los recuerdos quedaban grabados en la mente de una manera indeleble y podíamos regresar a ellos con plena confianza. Sin embargo, ahora sabemos que la memoria no es en absoluto fiable: no solo creamos falsos recuerdos con una facilidad y un realismo asombrosos, sino que cada vez que “visitamos” un recuerdo lo estamos cambiando de manera imperceptible: recordamos el recuerdo del recuerdo, y cada vez que volvemos allí estamos manipulando nuestra realidad. En el caso de El arte de la entrevista, Rosa, su protagonista, ha tenido el recuerdo que centra la trama apartado en algún rincón poco iluminado de su decadente memoria. Por eso cuando regresa lo hace con enorme intensidad, con una fuerza capaz de cambiar no solo su percepción de la realidad, sino lo que todos los que creían conocerla van a pensar de ella. Al traer el pasado al presente, ese mismo pasado cambia completamente de sentido. Y este es un trastorno que va a ser muy difícil de asimilar.

Pero lo que hace fascinante el desarrollo de El arte de la entrevista es que el espectador nunca llegará a saber qué hay de cierto en todo lo que le están contando. Puede que el recuerdo sea una fabulación, o puede ser totalmente cierto y que la falsedad se introduzca en el presente, en la representación misma a la que estamos asistiendo. Hay un extraño momento en el que un personaje dice que lo importante está aquí (señalándose a la cabeza). Cuando se le pide que lo repita, es otro personaje el que recalca ese en apariencia lugar común intrascendente. Es un momento perturbador que más adelante nos hará preguntarnos por la veracidad de toda la historia. En el juego de convenciones que es el teatro, una grieta puede echar al traste todas las certezas que teníamos asumidas. Y aquí tenemos otra de las claves de la función: la brecha, ese camino inexplorado que la entrevista puede abrir, ese punto débil que nos puede dar paso a lo inaccesible, un pequeño vacío que deja de ser simbólico para ser casi físico y que puede engullir nuestro concepto mismo de la realidad.

Los párrafos anteriores pretenden incidir en la densidad del texto de Mayorga, pero no queremos dar la impresión de que se trate de un mejunje pretencioso e indigesto. Todo lo contrario, El arte de la entrevista tiene la pureza dramática de una historia bien contada, con personajes de carne y hueso, no meros medios de expresión metafórica. La dirección de Juan José Afonso ha esclarecido lo que el libreto pueda tener de enredado para ofrecer una solución limpia, abierta a interpretaciones, sin cargar las tintas ni guiar al espectador. En otros textos Mayorga había cuestionado la eficacia de las reglas del teatro clásico, pero en esta ocasión se atiene a las normas aristotélicas de unidad de espacio, tiempo y acción (al menos aparentemente). Afonso se maneja con soltura dentro de estas restricciones y sin violar estas rígidas condiciones logra imprimir variedad y entidad propia a cada escena. A favor de la claridad también juegan una bonita escenografía de Elisa Sanz y una sutil iluminación de Carlos Alzueta.


Si la obra no fuera tan rica y estimulante como es, aún valdría la pena solo por ver a Alicia Hermida. Con un personaje al borde del abismo, tan cercano a veces como incomprensible otras, Hermida evita caer en la tentación del ternurismo, que tan fácil resultaría y tan bien sería acogido, para construir un personaje mucho más esquivo. Si al principio casi parece cómica en su desparpajo y sus despistes, poco a poco se mostrará inmisericorde. Pero sin dar muestras de dureza, de intención vengativa. Simplemente se ha abierto la brecha y ya no podrá poner freno al caudal desbordado de la memoria. Hará daño, pero sin querer. Junto a Hermida está Luisa Martín, todo naturalidad y matices. Desde la decidida mujer del principio hasta la desconcertante hija perdida del final, Martín irá sacudiendo al espectador en cada uno de sus giros, imprevisibles pero llenos de sentido cuando se ven en su conjunto. Elena Rivera también tendrá una evolución diáfana en su zigzagueo, redicha primero, insegura más tarde, autoconsciente al terminar. Ramón Esquinas es una especie de respiradero, la oportunidad para regenerarse, la ilusión ciega (optimista). Quizá por eso su presencia siempre será vista como la de un elemento extraño. 

lunes, 3 de marzo de 2014

El caballero de Olmedo (Teatro Pavón)

El espectador habitual de teatro puede desarrollar un peligroso olfato que le permite identificar de entrada si un espectáculo va a ser de su agrado o no. El peligro es que este instinto se equivoque y haya que luchar contra prejuicios que, por muy improvisados que sean, resultan igualmente persistentes. Pero hay otras ocasiones en los que esa extraña percepción, que percibe como por emanación, le instale en la cara una sonrisa previsora (sonrisa por lo que va a disfrutar, no necesariamente por lo que va a reír). Es cierto que esta predisposición también puede nublar juicios: a lo mejor lo que vemos no es tan bueno, pero como ya estamos con la sonrisita puesta, somos más transigentes. Aunque, sinceramente, eso nos da bastante igual. En el caso de El caballero de Olmedo es ver a Rosa Maria Sardá y frotarse las manos: esto va a ser grande.

Con los clásicos también se da otra circunstancia particular. Hemos visto tantas obras iguales, en las que daba lo mismo el autor, la obra o incluso el director, que nuestro gusto dejó de apreciar los matices, todo nos sabía al mismo preparado insípido. Eran (y siguen siendo) trabajos rutinarios en los que faltaba lo más importante del teatro: la pasión, si podemos ponernos un poco sentimentales. Y si algo le sobra a El caballero es pasión. Aquí tenemos a un Lope de Vega reconocible, en su esencia misma. Las elecciones de la puesta en escena pueden ser más o menos acertadas (genial la incursión en el tango, más desconcertante el momento circense), sus intérpretes irregulares, su intención sintética tan agradecida como a veces un poco precipitada; pero si sus logros nos encandilan, podemos pasar por alto sus errores: no queremos ver una puesta perfecta y fría, queremos ver algo de vida, también con sus equivocaciones y patinazos.

Lluís Pasqual, que se las sabe todas, parece un recién llegado. Sin someterse a imperativos del “buen hacer”, sin ese respeto paralizante a los clásicos, con energía y fulgor, consigue que cada mínimo elemento de su puesta en escena sume, que nada chirríe, porque la inocencia es fácilmente perdonable. Su trabajo con los actores, a los que sabe guiar en líneas claras, y su capacidad para ir al grano tanto en el texto como en la acción, propician una obra que no decae en ningún momento y que tiene algunas cotas de gran teatro. Uno de los grandes hallazgos del montaje es la utilización de la música, con la presencia de Pepe Motos y Antonio Sánchez sobre el escenario, de aires muy variados y siempre oportunos. También el vestuario de Alejandro Andújar, que combina prendas casuales con motivos icónicos, y la esencial escenografía de Paco Azorín, se ajustan al espíritu entre cercano y elevado de toda la función.

Como ya hemos dicho, Rosa Maria Sarda nos gana desde que abre la boca. Y cada vez que vuelve a hacerlo, nos devuelve la sonrisa. Su celestina tiene desparpajo, una gracia natural, un saber hacer que se acopla perfectamente a los jóvenes actores que la acompañan. Casi todos ellos tienen un don para el verso que no se encuentra en otros actores más consolidados y quizá más viciados. Tienen la misma naturalidad para moverse que para hablar y en ellos nada parece impostado (menos alguna cosa). El Don Alonso de Javier Beltrán impone su gentileza desde el principio, mostrándose como alguien confiable, corajudo, decidido. Mimi Riera es una Doña Inés frágil, pero dispuesta a cualquier cosa para cumplir sus deseos. Francisco Ortiz es un Don Rodrigo impetuoso, con una gran presencia y fuerza para llegar a los confines del teatro. Quizá la decisión más cuestionable del montaje sea la de haberle endosado a Pol López un acento andaluz que en los momentos de gracioso, aún siendo poco efectivo, puede colar, pero que cuando la cosa se pone dramática canta de mala manera. Paula Blanco y Carlos Cuevas cumplen en sus papeles de apoyo y David Verdaguer se marca un tango memorable.


Ahora mismo se puede asistir en los teatros madrileños a una escenificación de las teorías de Peter Brook sobre teatro mortal y teatro inmediato, y en ambos casos con Lope de Vega como protagonista. En un caso podemos ver una representación de impecable factura académica, limpia, rigurosa y, para nosotros, mortal de necesidad por sobredosis de respeto y ataque agudo de aburrimiento. También podemos ver un caso de teatro radiante, descarado, emocionante. Puede que nos tomemos el teatro demasiado a la ligera, pero es el único método para que el teatro pueda volar.