Uno
de los peores males del mundo teatral es la autocomplacencia. La cosa
empieza en el patio de butacas, antes de que se levante el telón. Si
Cocteau decía que en ningún lugar se oyen tantas tonterías como en
un museo, sería porque lo que se escucha en un patio de butacas
pertenece a otra categoría. Todo dicho de buen rollo. Pero lo peor
es cuando en la escena aparece el “Autor” (no necesariamente de
manera física) y enseguida descubrimos cuánto se gusta. Y que no
hay nadie que le diga, mira, si necesitas un masaje de ego hazlo en
privado. Con Wajdi Mouawad hemos descubierto un nuevo tipo de
autocomplacencia: la del autor que se odia. Y lo malo es que no es
menos penoso. Ese creador que solo piensa en sí mismo y que se
regodea en sus penas. Pasar por esto cada noche tiene que ser duro,
pero ponerlo en escena supone una suerte de exhibicionismo con un
punto obsceno.
En
cualquier caso, si esta purificación estuviera bien expresada,
podría alcanzar el grado de catarsis, tan teatral. Pero nos resulta
difícil creer que el creador de Incendios sea el mismo que el de
este Inflamation du verbe vivre. El espectáculo no empieza mal,
tiene cierto humor y diversos juegos que de primeras son curiosos.
Esta lo de la conversación entre pasado y presente, representación
y verdad, clásico y moderno, todo eso que gusta tanto a los
críticos. Pero llega un momento en el que Mouawad entra en barrena y
ya no sale del espanto. Cuando su personaje alcanza el Hades, el
espectador le acompaña en este viaje al infierno, y no de manera
simbólica. La obra dura dos horas y veinte, pero la sensación es
que es mucho más larga, eterna, que el final nunca se vislumbra. Hay
momentos como cuando los perros o los adolescentes toman la voz, en
los que temes que el autor haya perdido realmente la cabeza. El
espejo que supuestamente tiene que ser el teatro no es ya que tome
una forma distorsionada, es que se quiebra en mil pedazos.
Una
de las manías que más nos molestan en el teatro actual es el de
tomar el nombre de los clásicos en vano. En este caso, al menos
Mouawad no titula su obra Filoctetes,
una de las obras menos conocidas de Sófocles y que el propio autor
dice detestar, y de la que apenas queda un resumen de dos minutos y
una escena recreada en la pantalla. Porque esa es otra, gran parte de
la obra se representa como una filmación con la que el Mouawad
presente interacciona. Como idea no está mal y al principio tiene su
gracia, pero al poco tiempo esta artefacto ya se ha comido toda la
propuesta y por mucho que teóricamente funcione a distintos niveles,
en realidad el recurso pronto se agota. Es lo mismo que pasa con la
intención poética del autor. La poesía puede salvar vidas, pero en
teatro es muy difícil que funcione, y en este caso, por mucho que
duela cuestionar a un autor otras veces tan admirable como Mouawad o
una propuesta tan ambiciosa y con buenas intenciones como Inflamation
du verbe vivre,
la realidad es que nosotros solo queríamos que ese tormento acabara
de una vez. Y, cuando lo hizo, media platea en pie y bravos por
doquier. Lo de siempre.