Con
los primeros tientos de Famélica, parece que no estamos ante una
obra de Juan Mayorga, sino presenciando otra de estas obras “de
oficina” que parecen haberse puesto de moda. Hay mucho rencor
acumulado y la dramaturgia parece haberse convertido en una vía de
escape para tanta frustración. Pero enseguida nuestros cerebros
empiezan a bullir y volvemos a sentir esa sensación tan particular
que nos proporcionan las obras de Mayorga, la necesidad de prestar
plena atención, concentrados para no perder ningún detalle, ninguna clave.
Es estresante y enriquecedor. Como un psicólogo que, ante un
paciente especialmente problemático, no deja de preguntarse: ¿pero
qué demonios querrá decir?
Y
eso que Famélica
también puede verse desde una perspectiva más controlada como una
comedia inteligente y divertida, un entretenimiento de altura. Desde
luego Mayorga sabe cómo construir una eficaz trama, y en este caso
se muestra especialmente afortunado en las réplicas. Pero tiene que
haber algo más. Otro de los grandes valores de Mayorga es que la
interpretación de sus obras nunca es unívoca, sino que esta abierta
a múltiples y a menuda contradictorias lecturas. En nuestro caso, y
pese a lo explícito del título y los reiterados discursos, nos
parece que incidir en el aspecto político sería un error. Se trata
simplemente de esa manía tan española de situar la política en el
centro de cualquier discusión. Como decía Jardiel, el español
nunca busca la mejora a través de sí mismo, sino que endilga la
responsabilidad a los políticos... y luego se queja (otra costumbre
muy patria). Ahora mismo este vicio se está llevando al paroxismo y
entre futbolistas, ciclistas urbanos y candidatos a primarias no hay
espacio para respirar. Por eso, a lo mejor sí, a lo mejor Famélica
va de política, pero no para nosotros.
Lo
que vemos es la representación de un anhelo por vivir otra vida, por
escapar de las convenciones y hacer lo que a uno realmente le guste,
por muy vulgar e intrascendente que sea la pasión propia. Ay, el
gran valor de lo intrascendente. Frente a políticos, que como el
Antonio de Famélica a menudo se confunden con predicadores que
buscan la redención y anuncian el apocalípsis, Mayorga plantea la
búsqueda de la propia satisfacción, el encuentro del refugio
particular que permita la, como dirían en los 70, autorrealización.
Y lo cierto es que algo de las películas de Elio Petri entrevimos en
Famélica,
esa mezcla de idealismo y un puntito de cinismo, de lucha contra las
imposiciones de uno y otro lado, de apasionada reivindicación de la
libertad propia y burla desprendida hacia los grandes planes que en
pos de lograr una sociedad mejor olvidan que esta se compone de seres
humanos.
Otro
divertido planteamiento que se desliza en la obra es el enredo que
atañe a las sociedades secretas. Aquí el referente claro es El
hombre que fue Jueves,
de Chesterton (repasado por Brecht), y Mayorga disfruta y hace
disfrutar con su endemoniado juego en el que nada es lo que parece,
en el que nadie es quien dice ser y en el que lo que se dice y lo que
se hace solo tiene una relación especulativa. Para darle todavía
una vuelta de tuerca más, Mayorga incluye el siempre estimulante
ingrediente de la representación, convirtiendo la simulación y la
interpretación en la base de la realidad. Como decían en la
República Democrática Alemana, tú haz como si trabajaras y
nosotros haremos como si te pagáramos. Todo esto, que podría
parecer un mejunje sin pies ni cabeza, es servido por Jorge Sánchez
con una sencillez y una claridad de líneas admirable, manteniendo en
todo momento el pulso y sin dejar que las divergencias temáticas y
modales se le vayan de las manos.
Y
qué bien están los actores, qué capacidad para con su simple
presencia ya dar el tono preciso de sus personajes, como si esos
arquetipos (que esconden secretos y personalidades múltiples) fueran
caracteres de teatro clásico definidos por su apariencia (solo esto
ya da para una breve tesis). Rulo Pardo, bajo su aspecto de mandado
que no acaba de creerse todo esto de la igualdad, aparece como la
eminencia gris, el personaje que sabe jugar sus cartas con la
suficiente habilidad para tener siempre la mano ganadora. Entre la
suficiencia y la superioridad que le da el conocer de qué van los
demás, Rulo está tan divertido cuando hace falta como ladino por
exigencias del papel. Xoel Fernández clava su tipo aristocrático,
que aparenta tener muy claro lo que quiere conseguir, pero que en
realidad parece moverse por el capricho y el narcisismo más
grandilocuente. Nieve de Medina simula zozobra e ignorancia, pero
como buena actriz sabe situarse en el centro de la escena y manejar
los hilos a su antojo, como quien no quiere la cosa. Juanma Díez
empieza siendo el más receloso del grupo para acabar mostrándose
como el único verdadero entusiasta, en una transformación que trata
de llegar al público sin imponerse. Pero, mira, al menos pienso en
ello.