viernes, 24 de julio de 2015

Famélica (Teatro Lara)

Con los primeros tientos de Famélica, parece que no estamos ante una obra de Juan Mayorga, sino presenciando otra de estas obras “de oficina” que parecen haberse puesto de moda. Hay mucho rencor acumulado y la dramaturgia parece haberse convertido en una vía de escape para tanta frustración. Pero enseguida nuestros cerebros empiezan a bullir y volvemos a sentir esa sensación tan particular que nos proporcionan las obras de Mayorga, la necesidad de prestar plena atención, concentrados para no perder ningún detalle, ninguna clave. Es estresante y enriquecedor. Como un psicólogo que, ante un paciente especialmente problemático, no deja de preguntarse: ¿pero qué demonios querrá decir?

Y eso que Famélica también puede verse desde una perspectiva más controlada como una comedia inteligente y divertida, un entretenimiento de altura. Desde luego Mayorga sabe cómo construir una eficaz trama, y en este caso se muestra especialmente afortunado en las réplicas. Pero tiene que haber algo más. Otro de los grandes valores de Mayorga es que la interpretación de sus obras nunca es unívoca, sino que esta abierta a múltiples y a menuda contradictorias lecturas. En nuestro caso, y pese a lo explícito del título y los reiterados discursos, nos parece que incidir en el aspecto político sería un error. Se trata simplemente de esa manía tan española de situar la política en el centro de cualquier discusión. Como decía Jardiel, el español nunca busca la mejora a través de sí mismo, sino que endilga la responsabilidad a los políticos... y luego se queja (otra costumbre muy patria). Ahora mismo este vicio se está llevando al paroxismo y entre futbolistas, ciclistas urbanos y candidatos a primarias no hay espacio para respirar. Por eso, a lo mejor sí, a lo mejor Famélica va de política, pero no para nosotros.

Lo que vemos es la representación de un anhelo por vivir otra vida, por escapar de las convenciones y hacer lo que a uno realmente le guste, por muy vulgar e intrascendente que sea la pasión propia. Ay, el gran valor de lo intrascendente. Frente a políticos, que como el Antonio de Famélica a menudo se confunden con predicadores que buscan la redención y anuncian el apocalípsis, Mayorga plantea la búsqueda de la propia satisfacción, el encuentro del refugio particular que permita la, como dirían en los 70, autorrealización. Y lo cierto es que algo de las películas de Elio Petri entrevimos en Famélica, esa mezcla de idealismo y un puntito de cinismo, de lucha contra las imposiciones de uno y otro lado, de apasionada reivindicación de la libertad propia y burla desprendida hacia los grandes planes que en pos de lograr una sociedad mejor olvidan que esta se compone de seres humanos.

Otro divertido planteamiento que se desliza en la obra es el enredo que atañe a las sociedades secretas. Aquí el referente claro es El hombre que fue Jueves, de Chesterton (repasado por Brecht), y Mayorga disfruta y hace disfrutar con su endemoniado juego en el que nada es lo que parece, en el que nadie es quien dice ser y en el que lo que se dice y lo que se hace solo tiene una relación especulativa. Para darle todavía una vuelta de tuerca más, Mayorga incluye el siempre estimulante ingrediente de la representación, convirtiendo la simulación y la interpretación en la base de la realidad. Como decían en la República Democrática Alemana, tú haz como si trabajaras y nosotros haremos como si te pagáramos. Todo esto, que podría parecer un mejunje sin pies ni cabeza, es servido por Jorge Sánchez con una sencillez y una claridad de líneas admirable, manteniendo en todo momento el pulso y sin dejar que las divergencias temáticas y modales se le vayan de las manos.


Y qué bien están los actores, qué capacidad para con su simple presencia ya dar el tono preciso de sus personajes, como si esos arquetipos (que esconden secretos y personalidades múltiples) fueran caracteres de teatro clásico definidos por su apariencia (solo esto ya da para una breve tesis). Rulo Pardo, bajo su aspecto de mandado que no acaba de creerse todo esto de la igualdad, aparece como la eminencia gris, el personaje que sabe jugar sus cartas con la suficiente habilidad para tener siempre la mano ganadora. Entre la suficiencia y la superioridad que le da el conocer de qué van los demás, Rulo está tan divertido cuando hace falta como ladino por exigencias del papel. Xoel Fernández clava su tipo aristocrático, que aparenta tener muy claro lo que quiere conseguir, pero que en realidad parece moverse por el capricho y el narcisismo más grandilocuente. Nieve de Medina simula zozobra e ignorancia, pero como buena actriz sabe situarse en el centro de la escena y manejar los hilos a su antojo, como quien no quiere la cosa. Juanma Díez empieza siendo el más receloso del grupo para acabar mostrándose como el único verdadero entusiasta, en una transformación que trata de llegar al público sin imponerse. Pero, mira, al menos pienso en ello. 

lunes, 6 de julio de 2015

Atchúusss!!! (Teatro La Latina)

No tenemos datos (ni vamos a buscarlos), pero sí la fuerte impresión de que los dos autores más representados en la escena madrileña son Shakespeare y Chéjov. Tampoco tenemos claros los motivos de esta predilección, aparte de los más obvios, como que son muy buenos (toma ahí perspicacia). Respecto a Chéjov, lo de la coincidencia entre la idiosincrasia española y el alma rusa (pero mayor es la coincidencia con los irlandeses y no hay manera de ver algo de Yeats, por ejemplo). Lo malo es que a Chéjov se le suele representar de manera equivocada, al menos desde Stanislavski (de esto sí tenemos pruebas y serán exhibidas bajo requerimiento), y por eso es uno de los escasos dramaturgos que suelen soportar mejor la lectura que la representación. Y es que, ya lo hemos comentado en alguna ocasión, muchos directores de escena tienen la manía de convertirlo en un pesado y aburrido predicador, quizá confundiendo la recreación del teatro decimonónico con lo mustio e inane. Todavía recordamos el Tío Vania de Narros con versión de Trapiello y no nos explicamos como de esa conjunción pudo salir algo tan plomizo.

Por estos motivos celebramos que Carles Alfaro y Enric Benavent hayan dotado a Atchúusss!!! de una ligereza e incluso un toque de locura que tan bien le siente a Chéjov. La obra tiene una clara escalada que va desde la moderación de sus primeras escenas al desparrame total de su conclusión, pero en todo momento prima el divertimento, la necesaria falta del respeto debido en beneficio de una alegría contagiosa, que casi siempre logra evitar el perfil forzado para llevar al espectador por los caminos más disparatados de un espectáculo casi circense. Alfaro ya demostró recientemente con El lindo don Diego tener una mano maestra para la comedia casi farsesca, mientras que Benavent aporta su amor de actor agradecido para que ese punto de subversión no acabe por borrar toda huella del autor (como sí pasa en algunas aclamadas obras “de director” en las que todo el lucimiento se centra en la puesta en escena). No se trata de parodiar a Chéjov, sino de exprimir todo su potencial cómico.

El canto del cisne, La introducción de Atchúusss!!! es casi fantasmal, muy a lo De Filippo, con un viejo actor enfrentado a los espectros del escenario y los (todavía más temibles) del patio de butacas. La seducción es un prodigio de sutileza, de construcción progresiva que va sembrando semillas de vodevil para acabar en un giro dramático de pura sutileza. Benavent se impone como galán maduro que se las sabe todas y que alardea de un cinismo cuyas consecuencias parecen no importarle. Por el contrario, Fernando Tejero es el típico marido que no se entera de nada y que, como un burlado cervantino cava su propia infamia. Pero el mejor personaje es el de Malena Alterio, que sí que no, seducida por delegación y atrapada en un juego del que se cree a salvo pero en el que caerá sin condiciones.

En el siguiente cuadro, La institutriz, le toca a Adriana Ozores desplegar todo su arte interpretativo. Cuántas ganas teníamos de ver a esta actriz en teatro. Y las expectativas has sido más que colmadas. Con mucha contención, engañando con sinceridad, jugando tanto con las palabras como con la expresividad, Ozores provoca que el espectador no solo se conmueva ante el mal rato que hace pasar al personaje de Malena Alterio, sino que se sumerja en su misma impotencia y sumisión. De ahí que la lección tenga un doble valor. En El oso Ernesto Alterio abandona su papel de maestro de ceremonias payasesco y se convierte en un brutote de los de buen corazón. Su mezcla de acentos es un poco confusa, pero su violenta y ambivalente relación con el personaje de Ozores supera ciertas incoherencias y acaba por sobresalir el valor de su convicción.

Si hasta entonces el público parecía acoger la representación con benevolencia (digamos que el calor tampoco es que de mucho pie a la exhibición de entusiasmo), con La petición de mano y El aniversario la rendición incondicional ya se hizo palpable, con varias salvas de aplausos improvisados incluidos. Aquí Alfaro ya ha dejado atrás toda represión y opta por el humor más descarado y al borde de lo histriónico, decidido a avanzar sin prisioneros. Malena Alterio y Tejero tienen así campo abierto en La petición de mano para actuar sin ataduras y se comportan con todo descaro. Sin duda la pieza es un joya del más difícil todavía, y los actores no dejan escapar ni una de sus múltiples posibilidades en busca de la carcajada. Pero en El aniversario la cosa va todavía más lejos y los interpretes parecen disfrutar de vía libre para sobreactuar y arrasar el escenario. En este crescendo tan bien pautado que es Atchúusss!!!, El aniversario es el redoble, las trompetas a todo tren, la percusión a pleno galope, los cimbales resonando, serpentinas y confeti. Ernesto Alterio parece a punto de sufrir una embolia, Adriana Ozores capaz de provocar un infarto a un cadáver y Malena Alterio tan irritante como una niña empecinada*. El público convertido en fanático y sin ganas de que la fiesta termine. Para que luego digan del teatro decimonónico.



*O como una espectadora teatral, podríamos decir. Justo cuando se apagan las luces, empieza la perplejidad al escuchar a nuestro lado a alguien que califica a su acompañante como “zorra”. Lejos de nosotros utilizar tan gruesas palabras, más estando las leyes como están. Pero la mujer parecía cumplir todos los requisitos del más malvado de los espectadores de teatro, incluidos el papelito de caramelo con el que se mantiene entretenida durante sus buenos diez minutos y una llamada telefónica. No que le sonara el móvil, sino que ella misma se puso a llamar. Ay, qué lástima que los espíritus del teatro no se manifiesten alguna vez y den a algunos su merecido.