lunes, 20 de septiembre de 2010

El Evangelio de San Juan

Algo que todas las religiones tienen en común es su absoluta falta de sentido del humor (a menos que sea cierto que san Pablo era un judío guasón y el cristianismo la mayor broma de la historia). Sin embargo, El Evangelio de San Juan que nos presenta El Brujo no sólo está repleto de humor, sino que si algo deja claro es que la vida sólo tiene sentido si está bien regada de carcajadas. Por otra parte, lo único realmente importante es la Belleza, capaz de crear por sí misma la Verdad. Quizá son demasiadas grandes palabras, pero ahí está la sabiduría del espectáculo, que es capaz de resumir la esencia del teatro en poco más de dos horas... y sin ponerse estupendo.

Hace poco hablábamos de Ángel Pavlovsky y de su magia para conseguir que el espectador siente que está visitando a un viejo amigo. Con El Brujo pasa algo parecido, sólo que ésta vez no vamos para que nos hable de cómo le ha ido, sino que lo que nos tiene preparado es un cuento. Y menudo cuento. Con la escenografía mínima que acostumbra, y esta vez acompañado por unos músicos, el actor-chamán introduce al público en un tiempo y un lugar fabulosos en los que todo puede pasar (lo que comúnmente se conoce como milagros). A veces se tiene la sensación de estar viendo una película (y no sólo cuando El Brujo así nos lo indica, con acotaciones sobre planos cortos, panorámicas y encadenados), con una banda sonora de esas que imprimen ritmo a la acción y unos personajes perfectamente perfilados (obviamente, todos interpretados por él mismo). Pero aquí no hay continuidad, los saltos son continuos y las digresiones dan sabor a una historia ya de por sí lo suficientemente intensa.

(Un pequeño desvío. Una de las mejores partes de los espectáculos de El Brujo suele ser el intermedio (él mismo suele contar que Fernán-Gómez le dijo en una ocasión que una obra suya era la primera en la que lo que más le había gustado era el descanso), pero en esta ocasión la interrupción es real, dando tiempo a la gente a salir a fumar. No sabemos a qué se debe este cambio, pero lo echamos en falta, al igual que más referencia a la actualidad, que siempre brillaban en las anteriores obras que habíamos visto de este creador.)

El ingenio de la narración no parece tener fin. A menudo parecería cierto que El Brujo se ha convertido en un erudito que ha estudiado a fondo los Evangelios y que tiene sus propias teorías sobre las cuestiones más discutidas del texto sagrado. Incluso al final, cuando aparece La última cena de Da Vinci, uno no puede evitar pensar en el famoso-cargante libro de Dan Brown y temer que va a salir con alguna historia conspirativa. Pero claro que no es así. Por no caer, no cae ni en la grandilocuencia de las últimas palabras, siempre compensadas por el humor. Y no es que se tomen las cosas que lo merecen en serio, es que sabemos que todo lo que merece la pena está teñido de humor.

Breve reseña sobre el público: al parecer los habituales a El Brujo son bastante parlanchines, lo que siempre es molesto, aunque estando en este buen ambiente tampoco vamos a reprochárselo. Lo único que tememos es que sean demasiados impertinentes y el actor decida acabar el espectáculo de manera precipitada, como sucedió en otra ocasión. Al final bravos y gran parte del público en pie, sabíamos a lo que íbamos y nos lo habían dado con prodigalidad.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Theatre, de W. Somerset Maugham

No conocemos muchas novelas ambientadas en el mundo teatral, y eso que nos parece, obvio es decirlo, un tema fascinante. Seguramente se deba más a propia ignorancia que a escasez real de libros teatreros, pero en cualquier caso, los pocos ejemplos que hemos leído tampoco nos han dejado satisfechos.

Theatre, explícito título (o La otra comedia, en su no tan errada traducción castellana) es la aportación del esperamos que cada vez más reivindicado W. Somerset Maughan a la novelística teatral (también hay una versión cinematográfica, Being Julia, con una excelente interpretación de Annette Bening). En principio no puede ser más sugerente: un autor implicado en el teatro como dramaturgo y como conocedor de los más diversos ambientes, y a la vez dotado de una capacidad psicologista que le permetiría dotar de profundidad a personajes complejos. El resultado es irregular. La novela tarda en arrancar, y cuando lo hace sufre diversos baches, aunque también alcanza momentos de gran literatura.

Maugham se centra en la figura de Julia Lambert, la mejor actriz de Inglaterra. Desde sus inicios como secundaria en obras de segunda hasta su consagración en Londres, pero sin llegar nunca hasta su decadencia, pues tal no existe, el autor juega con éxito en un tema que siempre nos ha interesado: cómo es el actor (o más específicamente, la actriz) cuando baja el telón. ¿Qué siente detrás de tantas capas de simulación? ¿Cómo tratar con alguien del que nunca sabes si está fingiendo?

Los mejores momentos de la novela, aparte de pequeñas incisiones sarcásticas desperdigadas por aquí y por allá, se producen cuando estas cuestiones se explicitan. Primero será el hijo de Julia quien reproche a su madre su falta de personalidad propia:

Tu ignoras la diferencia que existe entre la ficción y la verdad. Tu finges siempre. Es como tu segunda naturaleza. Haces teatro si das una fiesta, ante la servidumbre, cuando estás con papá y cundo estás conmigo. (…) En realidad, tú no existes; sólo eres uno de los muchos personajes que has interpretado a lo largo de tu vida. Algunas veces he llegado a preguntarme si has existido de verdad o si habrás sido sólo la fuerza transmisora de todos los personajes que fingiste ser. Cuando sabía que estabas sola en una habitación, he deseado muchas veces abrir la puerta bruscamente, pero me he contenido ante el miedo de no encontrar nada.


A lo que Julia finalmente replicará:

El mundo es un escenario y la humanidad entera se convierte en actores. La ilusión está allá, al otro lado de los arcos, y los actores somos la realidad. Nuestra materia prima es el mundo que nos rodea. Nosotros somos los que damos significado a la vida de las demás criaturas. Nos apoderamos de sus absurdas y fáciles emociones y las convertimos en arte; extraemos belleza, y la única significación de esa humanidad consiste en que se convierte en el auditorio necesario para que podamos realizar sus propias inquietudes. Son como los instrumentos con los cuales tocamos, y ¿qué cosa sería un instrumento si no hubiera quien lo tocase?

Sería difícil encontrar una mayor declaración de amor a los actores... en una novela.

(Traducción de los extractos de J. Romero de Tejada)