lunes, 17 de diciembre de 2012

El último jinete (Teatros del Canal)


Nota introductoria: como este no es un blog profesional, nos podemos permitir escribir este comentario sobre El último jinete pese a que aprovechamos el intermedio para huir, actitud sin duda muy poco profesional. Sin embargo, y pese a que sospechamos que el máximo culpable de esta debacle tiene nombre y apellidos, como nosotros sí tenemos un gran respeto por los profesionales del teatro, hemos preferido no dar el nombre de ninguna de las personas que, no lo dudamos, han puesto en este montaje toda su ilusión y trabajo.

Lo primero que llama la atención de El último jinete es su horroroso sonido. Los Teatros del Canal no son precisamente famosos por su buena acústica, pero lo que sucede en este montaje es pura negligencia. Al empezar escuchamos una voz que no sabíamos de dónde venía... hasta que nos dimos la vuelta y vimos que un actor estaba hablando justo detrás de nosotros. ¿Cómo es eso tan siquiera posible? Pero lo peor estaba por venir: en cuanto empieza la música, el sonido es atronador, tan alto que, por mucho que se esfuercen los actores, es casi imposible que sus voces se impongan y se les pueda entender. Grave rémora tratándonse de un musical...

Pero cuando la música cesa, el despropósito continúa. Toda la función denota una inequívoca falta de ensayos. No hay ningún ritmo en las escenas, la continuidad está mal ensamblada, no hay convicción ni naturalidad, todo suena forzado. Incluso los duelos a espada parecen casi improvisados, con los actores cogiendo sus armas por el filo. Es normal que estas grandes producciones necesiten un tiempo de rodaje, pero lo que no es admisible es que se ponga en escena cuando es obvio que el equipo todavía no está preparado para ello.

Pero es que incluso la escritura de la muy liviana trama que sirve para enlazar los números musicales parece pergeñada en un par de (malas) tardes. Por ejemplo, la escena en la que el protagonista le dice a uno que acaba de liberar: oye, que tenemos que hablar de lo mío, y el otro le contesta, casi textualmente, “vale, me voy a conquistar Riad y luego hablamos”. O poco después, cuando el malo mata a uno de sus secuaces por haber cometido un error, y a los pocos segundos perdona al protagonista porque “tienes suerte de que sea un ladrón y no un asesino”. Por cierto, que incluso hay llamativos errores gramaticales que normalmente pasarían desapercibidos, pero que en este clima de naufragio resaltan.

También tenemos que confesar que, mientras estuvimos en la sala, nuestros ojos apenas parpadearon, es más, se mantuvieron más abiertos de lo que parecería posible. Cuando vimos la segunda escena musical, con esas langostas cantarinas, “es que no nos lo podíamos creer”. Sí, es una de esas sensaciones que se viven de vez en cuando en el teatro en la que todo parece inverosímil, como si alguien nos estuviera gastando una broma y no acabáramos de pillarla.

En cuanto a la música, aparte de ese soniquete de “como una ola” que también parece un chiste privado, puede tener su encanto, aunque al volumen al que está tampoco es fácil disfrutarla. El apartado estético está repleto de nombre de campanillas / anglosajones, pero el resultado es tan kitsch que no se puede ni camuflar: es directamente hortera. Que la escenografía, la iluminación y el vestuario parezcan diseñados más para una parodia pop de mal gusto que para una gran producción musical indican que aquí o ha habido un mal entendido desde el principio o que también ha faltado tiempo para la puesta a punto y se ha tirado para adelante con lo que hubiera.

Como, pese a nuestra (justificada) dureza, no queremos ser injustos, también tenemos que decir que parecía que la mayoría del público no detectaba las mismas carencias que a nosotros nos estaban torturando y que los números musicales eran ampliamente aplaudidos. Misterios que preferimos no ponernos a analizar.

Pero por muy insólito que sea El último jinete, pronto se nos vino a la mente un famoso musical con el que se podrían establecer jugosas comparaciones. Efectivamente, estamos hablando de Los productores. 

martes, 11 de diciembre de 2012

Cyrano de Bergerac (Teatro Valle-Inclán)


¿Cuántas vocaciones teatrales habrá despertado Cyrano de Bergerac? El propio Oriol Broggi, en su comentario a este montaje, recuerda cómo la mítica versión de Flotats le acercó al mundo de las tablas. Y es que ya desde su arrollador inicio resulta muy difícil, incluso para el espectador menos rodado (o incluso todavía más para él) resistirse al empuje de un personaje arrebatador.

Precisamente. Cyrano es un personaje bombón, nadie lo duda, pero puede ser un bombón envenenado. Porque además de otros referentes teatrales, en este caso también se puede comprobar fácilmente lo que con él hicieron José Ferrer, Steve Martin (esta mención puede sonar a boutade, pero somos grandes admiradores de Roxanne) o, sobre todo, Gerard Depardieu. Pero es ver a Pere Arquillué en escena y olvidarte de todo lo demás. Después de ver su derroche de talento en ¿Quién teme a Virginia Woolf? sabíamos que podía hacer frente a cualquier reto, pero es que aquí se supera a sí mismo. Si en este modesto blog diéramos premios, sin duda Arquillué se llevaría el de mejor intérprete masculino del año por aclamación y por partida doble.

Por otra parte, si el trabajo de Arquillué es de los que se quedan grabados, el resto del reparto no desmerece. Marta Betriu ofrece una Roxana al principio algo distante, pero que va adquiriendo carácter hasta su emotiva escena final. Bernat Quintana tiene un evolución similar, desde el personaje que solo sirve como apoyo hasta cobrar una entidad propia en los momentos más dramáticos. Del resto de actores, destacaríamos a Jordi Figueras, que tiene el papel más jugoso y sabe aprovecharlo con astucia.

Pero no se trata, como en tantas otras ocasiones, una de esas funciones en las que el talento de los actores tiene que sobreponerse a la mediocridad circundante. El maravilloso texto de Rostand cuenta aquí con una traducción de Xavier Bru de Sala (¡cuyo nombre no aparece en la página del CDN!) que es tan brillante, libre y punzante que parece escrita hoy mismo con un talento que ya parecía olvidado. Porque, por una vez, incluso ciertas licencias “modernizadoras”, que siempre suelen cantar, aquí sin embargo suenan con total naturalidad. Cuánto ingenio, cuánto trabajo ha tenido que poner Bru de Sala en este encargo para brillar de una manera tan esplendorosa.

Y la dirección de Oriol Broggi, que cada vez nos gusta más, no se queda atrás. Cada escena tiene su propia entidad y a la vez el conjunto posee una unidad no distorsionada por la diversidad de acción y tiempo. Tanto en el trabajo de todo el reparto como en la concepción global del montaje se nota la mano creativa y cariñosa de un director con una habilidad perfeccionista y sutil para le creación de ambientes.

Este trabajo de puesta en escena se ve facilitado por unos decorados (Max Glaenzel) y un vestuario (Berta Riera) que nos han encandilado. La famosa escena del balcón, en la que también cobra protagonismo la excelente iluminación de Guillem Gelabert, es de una delicadeza que deja con la boca abierta, y las transiciones entre decorados están manejados con una fluidez que va más allá de los convencionalismos teatrales.

Estas reseñas, en las que básicamente decimos que “nos gusta todo” no son fáciles de escribir (al fin y al cabo, nuestro repertorio de alabanzas es limitado), y seguramente tampoco son muy divertidas de leer (desde luego, no tanto como las críticas destructivas que no se encontrarán por aquí), pero sinceramente, nosotros no tenemos duda: si el peaje a pagar por un espectáculo magistral en el que nos lo pasamos genial de principio a fin e un comentario reiterativo en sus ditirambos, desembolsaremos el precio con gusto.  

lunes, 10 de diciembre de 2012

Atlas de geografía humana (Teatro María Guerrero)


Pese a que dura poco más de una hora, en Atlas de geografía humana cabe de todo: primero el desconcierto, después una sucesión de breves monólogos que parecen una antología de clichés, y todavía alguna proclama patidifusitoria: nunca hasta ahora habíamos escuchado un alegato de madrileñismo victimista, y francamente esperemos que no se difunda, porque lo único que nos hacía falta era otro grupo de quejicas históricos.

Pero en la función también hay espacio para unas actuaciones estupendas, para algunos momentos en los que los lugares comunes dan paso a verdadera emoción. Desde que las compañeras de trabajo se reúnen para celebrar una catártica cena, la obra adquiere fluidez, y aunque no es capaz de librarse de algunos altibajos, al menos también ofrece destellos que justifican su visionado.

No hemos leído la novela de Almudena Grandes en la que se basa este espectáculo, pero las dificultades de adaptar un libro de más de 600 páginas a una duración tan escasa sin duda han supuesto un problema que LuisGarcía-Araus no ha sabido resolver con total satisfacción. Por un lado es fácil caer en el esquematismo de “historia de mujeres” que al tratar de alejarse de la convención más rancia se vaya al otro extremo y ceda ante unos estereotipos opuestos, pero igual de esquemáticos. Pero quizá el mayor problema sea el estructural, al no haber sido capaz de encontrar una narración coherente.

La puesta en escena de Juanfran Rodríguez trata de acomodarse al difícil espacio de la sala pequeña del María Guerrero aprovechando toda la extensión y haciendo buen uso del off. También da fluidez a la sucesión de intervenciones de la primera parte gracias a una continuidad que evita marcar las transiciones a través del hábil uso del violinista Ángel Ruiz y de la movilidad que otorga a las actrices.

Y aquí llegamos al punto fuerte de la función. Para empezar a lo grande, diremos que Arantxa Aranguren está soberbia en su papel de antigua izquierdista desilusionada. Sí, el personaje es tan predecible como suena, pero la actriz logra que nos lo creamos, que su melancolía, su rabia, pero también su ilusión suenen a verdad. Cuando ella habla, se olvidan las artificiosidades y los trucos dramáticos.

Aunque las demás actrices también estén a gran altura, no logran que sus personajes den este salto de verosimilitud. A Ana Otero le toca lidiar con la mujer que tuvo una hija de joven, que se divorció de un tirano y que ahora espera la segunda oportunidad. Otero transmite su atractivo y mueve a la implicación del público, pero escenas como su conversación con la madre, casi de stand-up, no hay por dónde cogerlas.

Nieve de Medina, además de tener que hacer frente a su arrebato madrileñista, también tiene que cargar con una peluquería y vestuario que parecen diseñados por sus peores enemigos. Sin embargo, evita que su personaje caiga en el ridículo y muestra una dignidad más allá de lo que está en el texto. Rosa Savoini tampoco lo tiene fácil con un personaje de solterona que no es solterona porque eso es muy antiguo pero que sí que es una solterona. Podría haber servido para dar un cariz más humorístico a las historias, pero con recursos como el tartamudeo de ida y vuelta es difícil conseguir gran cosa.

Nos tememos que la función, que en todo momento juega a la baza de la identificación, solo logró esta conexión en los momentos en los que parte del público identificaba algunas escenas con las leídas en la novela. Sin embargo, si la empatía no se alcanzó a través de unos personajes poco desarrollados, por momentos sí que pudo producirse a través de unas actrices que sí son mujeres de verdad.

lunes, 3 de diciembre de 2012

El veneno del teatro (Teatros del Canal)


La anécdota es conocida: durante el rodaje de Marathon Man, Dustin Hoffman se presentó a rodar en un estado tan lamentable que Laurence Olivier le preguntó por su estado de salud. Hoffman le explicó que, como su personaje debía presentar el estado de alguien que lleva días sin dormir, él mismo había pasado las últimas tres noches despierto. El comentario de Olivier fue: “¿y por qué no intentas actuar? Es mucho más sencillo”.

Más allá de lo que esta historia tenga de verídica, el intercambio de posturas entre dos gigantes de la interpretación muestra de manera concisa dos concepciones de la actuación que siempre han estado enfrentadas. Para ejemplificarlo con sus combatientes más modernos, podríamos hablar de la batalla entre el método Stanislavski y el brechtiano, la escuela que postula la identificación total entre actor y personaje frente a la defensa del distanciamiento entre realidad y representación.

Estas disputas pueden ser entretenidas y llevar a gentes ligeramente desquiciadas (como las que abundan en el teatro) a resolver la cuestión a golpes o, en el peor de los casos, con discusiones interminables. En la práctica, nosotros optamos por una solución moderada: tanto da la escuela elegida si el resultado es bueno. Recordemos, por ejemplo, La noche del cazador. En esa mágica película parecen concentrarse todos los estilos interpretativos posibles: un actor proveniente de la escuela teatral inglesa dirige a una actriz procedente del cine mudo, a un americano hierático, a una actriz del Actors Studio y hasta a niños. Y todos están geniales.

Sin embargo, hay personas radicales para todo, como el personaje interpretado por Miguel Ángel Solá en El veneno del teatro, dispuesto a llevar hasta las últimas consecuencias su teoría. Por supuesto no adelantaremos nada de la trama, aunque nos tememos que, incluso para quienes no conozcan la obra, no les será difícil ir adivinando por dónde van sus pasos. Y es que Mario Gas no esconde ninguna carta: ya desde antes de empezar la función una iluminación muy a lo Sospecha nos va dando pistas.

Esta honestidad es digna de aprecio, pero también chafa un poco el experimento. Porque la obra, que dura escasa hora y cuarto, se pasa en un suspiro, eso es cierto, pero también es verdad que durante gran parte de la misma los espectadores rumían el insolente pensamiento de “vale, ¿y a mí qué me cuentas?”. Porque las disquisiciones sobre la verdad y el teatro son apasionantes, pero para que sean igual de poderosas en su puesta en escena se nos tiene que ofrecer algo más, y en esta ocasión el texto de Rodolf Sirera nos parece estático, peligrosamente cercano al “teatro de tesis”.

Gas parece empezar apostando por el distanciamiento: literal. Los dos actores ocupan los extremos del escenario y durante un buen rato parecen situarse dentro de La invención de Morel. No sabemos cuál habrá sido el método utilizado por Solá, pero el resultado nos dejó un poco insatisfechos. Admiradores como somos de este actor, valoramos su inicial y sutil cambio de registro, pero según avanza la representación nos va pareciendo menos inquietante y más cansino. En cuanto a Daniel Freire, también cuesta identificarle como al gran actor que representa (ardua misión para cualquiera, cierto). Y en sus momentos más delicados no creemos que esté a la altura. Pero, ¿cómo sería posible?

La escenografía de Paco Azorín y la iluminación de Juan Gómez Cornejo son impecables. Como el conjunto de la representación, todo es muy limpio, muy fluido, pero con un fondo turbio. Sin embargo, la frialdad de la puesta en escena impone al público un juego mental que en ningún momento llega a implicarle. Aquí no hay temblores.