No
lo recordamos muy bien, pero era algo así como una encuesta en el
Guardian para saber por ver a qué actores leyendo una guía
telefónica estaría dispuesta la gente a pagar una entrada. El
resultado sí lo recordamos: David Tennant (whaaat?) y Judi Dench.
Esto desde luego suena a exageración, como mucho a símbolo. Sí,
claro, muchas veces por ver una buena actuación da lo mismo el texto
interpretado, pero de ahí a llegar a esos extremos... Y sin embargo,
después de ver lo de María Pastor en Duet for one nos hemos dado
cuenta de que es cierto, de que con tal de ver a algunos actores en
escena da igual que estos interpreten a Shakespeare o lean la lista
de la compra: son capaces de transmitir todas las emociones humanas y
no necesitan excusas argumentales. Por cierto, Tennant y Dench
también estarían en nuestra selección.
Con
esto no queremos decir que el texto de Tom Kempinski tenga el espesor
dramático de un manual de mecánica, pero sí advertimos de que
nuestra capacidad de apreciación se pudo ver comprometida por la
absoluta entrega al prodigio que estábamos viendo realizar a Pastor.
De nuevo nuestra mala memoria nos impide recordar con precisión la
película homónima protagonizada por Julie Andrews, apenas podemos
asegurar que nos gustó mucho y que era muy diferente a esta versión
dirigida por Juan Pastor (incluso confesamos que antes de
comprobarlo, creíamos que eran dos autores diferentes). El caso es
que se trata de una obra sólida y bien construida, muy
“profesional”, pero lo más destacado de ella es que permite
lucirse a su protagonista con una variada y completa gama de
registros. A veces no se debe exigir más.
La
dirección de Juan Pastor es discretísima (por supuesto, lo decimos
en el buen sentido), diáfana y casi anónima. Como el personaje que
interpreta, su papel en la puesta en escena es simplemente dejar paso
y dar aire para que Stephanie en ningún momento se sienta cohibida.
Pero empecemos ya con los personajes. Como decimos el doctor Feldmand
de Juan Pastor es durante gran parte de la función casi un invitado,
un testigo impasible que recibe las confesiones de su paciente sin
implicarse en absoluto. De hecho, y aunque en algún momento niega
que sea un psicoanalista, lo cierto es que todas sus referencias
pertenecen a esta esotérica disciplina, incluso se diría más, que
es laconiano (¡pobre Stephanie!). Y no lo decimos solo por sus
silencios y su frialdad, sino porque no se entera de nada. Y tiene
delito, porque mira que Stephanie es clara en sus intenciones, sus
motivaciones y sus quebrantos, pero el buen hombre no pilla ni una.
Para rematar, Kempinski le concede dos momentos de reivindicación,
pero en el primero solo soltará algunas grandes ideas de libro de
autoayuda y en el segundo demostrará sin lugar a dudas que no sabe
por dónde sopla el viento. Solo cuando momentáneamente deja aparte
su asepsia profesional y deja atisbar su lado humano vemos en él
algo más que un confesor sin alma.
Pero
está bien que Feldman ocupe este lugar en la sombra, porque así
resplandece Stephanie con todavía más brillantez. A ver cómo lo
contamos. Pensando en ello, solo podemos comparar el trabajo de María
Pastor con el de una Carmen Machi. Como ya dijimos de ella al hablar
de La bella de Amherst, Pastor parece capaz de cualquier cosa, como
Stan Getz con el saxo, que diría Cifu. Ya sea utilizando su
extraordinaria voz o con su fantástica expresividad corporal (aquí
la silla de ruedas no le priva lo más mínimo de su energía), con
su increíble variedad gestual o el poder de sus ojos, Pastor no
lleva por un río de sentimientos depurados y que nos llegan de
manera límpida y arrolladora. El esquema de la Duet for one podría
identificarse fácilmente con las cinco etapas de duelo, pero por
mucho que este modelo sea artificial y falso, Pastor consigue que nos
parezca tan real y sentido como si lo estuviéramos viviendo.
Pastor
tiene el aura de Julia Roberts y la capacidad de seducción de
Mary-Louise Parker, y aunque a lo largo de toda la obra desarrolla
esta capacidad para hipnotizar al público y hacerse con su voluntad,
hay especialmente dos escenas sublimes. La primera es cuando narra su
primer encuentro con su marido. Es una de esas escenas en las que en
una película sonarían los violines (o, en este caso, el
violonchelo), pero que en el teatro nos dejó con la boca abierta. En
realidad nos recordó más a ese maravilloso travelling de Cautivos
del mal (uno de los mejores de la historia del cine) en el que
mientras se rueda una escena todo el equipo queda fascinado por lo
que se está desarrollando ante sus ojos. Lo que cuenta Stephanie
puede parecer una trillada historia de flechazo, pero la manera de
contarlo de Pastor logra encandilar de tal manera que puedes ver ese
chispazo reproducirse ante tus ojos. El otro gran momento se produce
cuando Stephainie cuenta qué significa la música para ella. De
nuevo no se trata de una historia nueva, la pureza de la música que
la hace superior a cualquier otra expresión humana, esa capacidad de
la música para que a través de ella podemos atisbar al divinidad.
Pero gracias a momentos como este podemos certificar que el teatro
tampoco tiene nada que envidiar a la música.