Maximalistas
como somos, siempre hemos defendido que de los tres grandes pilares
sobre los que se asienta el teatro, es decir, el texto, los actores y
la dirección, solo este último es accesorio. Es decir, que si la
dirección es buena, estupendo, siempre será un plus, pero que
cuanto menos se note, mejor, y salvo en casos delictivos, si es mala
la función siempre se podrá salvar si los actores y el texto están
a la altura. Sin embargo, si uno de estos otros dos factores falla,
ya puede haber un director divino detrás del escenario que no habrá
manera de que la cosa funcione. En el caso de Premios y castigos, sin
necesidad de cuestionar la puesta en escena, queda demostrada esta
teoría: por muy fabulosos que sean (que lo son) lo actores, con un
texto mediocre, ni la parodia nos salva.
Ya
el inicio de la obra nos había dejado un poco descolocados. Lo de
meterse en una sesión de ejercicios interpretativos tiene su gracia,
aunque limitada. Pero las T de Teatre son tan buenas (y mención
especial en esta ocasión merece Marc Rodríguez) que el experimento
no solo no se agota, sino que va creciendo en gracia y complejidad.
La verdad es que hay que poner de tu parte para sacar de lo visto más
que una simple observación de excéntricos en plena rutina, o lo que
es lo mismo, de actores ensayando, pero en cualquier caso hay
momentos bien divertidos y siempre es un placer observar a unos
actores muy dotados en variada exposición de sus recursos. El
problema viene cuando de los ejercicios imitativos pasamos al drama
padre.
Ciro
Zorzoli ha elegido como objeto de escarnio la obra de Florencio
Sánchez Barranca
abajo,
y el problema no es que sea malísima o que no se entienda nada, sino
que no lleva a ninguna parte. Vale, da pie para todo tipo de excesos,
melodramatismos y burlas, pero la atención pronto se dispersa y como
lo que ahora vemos puesto en práctica ya lo hemos visto antes en los
ensayos, tampoco hay nada nuevo que descubrir o que disfrutar. A
veces el tiro es tan fácil que nos confiamos y fallamos en el
blanco, y lo que podría haber sido una suave coña, quizá por
ambiciones intempestivas (se habla en el programa de “qué es
verdad” y todo eso), acaba convirtiéndose en un sinsentido y, lo
que es peor, sin gracia. Quedémonos pues con la primera parte y con
otra lección (aparte de las interpretativas) bien aprendida: texto,
texto, texto.
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