En Vida en escena tenemos vocación de críticos de público. Algún día nos decidiremos a abandonar estas reseñas de los espectáculos para centrarnos en las diversas consideraciones que nos merece el variopinto aficionado teatral de Madrid. Aunque de momento no nos atrevemos, tampoco podemos dejar pasar frases como la que escuchamos nada más terminar American Buffalo: “Por un momento me he metido tanto en la obra que me he olvidado de que era teatro”. Obviamente era una mentira de esas que a cierta gente parece que les hace pensar que quedan bien. Pero lo interesante es que esta consideración está validada por la naturalidad de la puesta en escena, no ya en sus detalles (un escenario reconocible que la espectadora podía conocer del Rastro), ni tan siquiera en su estilo (explicitado en un lenguaje soez y cotidiano), sino en su concepto mismo: estamos ante un Esperando a Godot totalmente físico, sin el meta.
En el programa de mano leemos estas palabras escritas por Julio Manrique:
No creo que hagan falta ideas espectaculares u originales o sorprendentes para afrontar este trabajo. Creo que es necesario entender a fondo la obra, comprometerse a fondo con el recorrido de los personajes y, finalmente, narrar de una forma simple, precisa, lúdica y honesta lo que cuenta la obra.
¡Bendito sea! Si la mitad de los directores contemporáneos hicieran caso de estas palabras, el espectador se libraría de la mayoría de las tonterías que tiene que soportar. Cuando el director es la estrella la obra de teatro pierde relevancia y se convierte en una cosa (ese es el nombre) que sirve para el lucimiento del artista (o peor, del genio). Por eso, si de nosotros dependiera, haríamos jurar a cada director de teatro que cumplirán al pie de la letra lo escrito por Manrique.
Pero muchas veces entre lo dicho y lo practicado se interpone la megalomanía. No es el caso. Manrique cumple su palabra y pone en escena un Mamet limpio (por muy contradictorio que parezca este adjetivo aplicado a tal autor), conciso, claro. A fin de cuentas, la obra es tan sólo la sucesión de varias conversaciones de tres tirados de la vida que hablan mucho y no hacen nada. Pero por supuesto, es mucho más, es el retrato moral de una sociedad podrida (no podía ser más oportuna la utilización del tango Cambalache), la intensísima recreación de una disyuntiva que sólo puede acabar en explosión (de pólvora o de aire, al final serán las dos cosas).
Aparte de manejar con habilidad el naturalismo de la escenografía, la buena selección musical y la iluminación, Manrique también saca todo el partido de sus actores. Pol López es un desvalido Bob, víctima propiciatoria que se gana toda la simpatía y la comprensión del público; Ivan Benet tiene la presencia de un gran actor americano de cine, uno de esos intérpretes prácticamente inexpresivos pero capaces de transmitir la energía de un mustang con su mirada; y Marc Rodríguez aprovecha con descaro las posibilidades de un personaje volcánico, acelerado, graciosísimo y aterrador, también acreedor de su pizca de compasión (al fin y al cabo es un perdedor nato).
Imitando la coquetería de la espectadora que decía haberse olvidado de estar en un teatro, después de la ronda de aplausos nosotros podríamos haber dicho que por una vez nos habíamos olvidado de que el teatro es un juego de imposturas.
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