La expresión “teatro burgués” hace tiempo que cayó en desuso, y si todavía se utiliza de vez en cuando, es para referirse a un tipo de puesta en escena que se considera anticuada y pretérita. Pero el hecho de que ya no se usen los mismos términos no significa que el estilo haya cambiado o que ya no se hagan obras como las de antes... La mujer justa es teatro burgués elevado al cuadrado.
Primero tenemos la novela de Sándor Márai, uno de esos extraños casos de autores recuperados tras mucho tiempo de olvido. Si sólo el talento fuera suficiente para volver a grandes escritores enterrados por la desmemoria fenómenos como el que ha protagonizado Márai serían habituales, cuando son extraordinarios. Es necesario, pues, algo más. Buen ojo editorial, sin duda, pero también dar con el autor adecuado en el momento adecuado. Márai, viene a representar la quintaesencia de una burguesía en su periodo terminal, una clase autoconsciente tanto de su poder como de su debilidad, de que lo ha dominado todo y está a punto de desaparecer. Quizá haya mucha gente que se pueda dar por aludida.
Después tenemos al famoso novelista Eduardo Mendoza encargado de la adaptación dramática de la novela. Ya desde su apariencia Mendoza tiene el aspecto del perfecto autor burgués, y su obra no hace más que confirmar que tanto su ideología como su estilo son una manifestación confiada de esta clase social.
Y también tenemos la puesta de La mujer justa, ajustada, valga la reiteración, hasta el último detalle, preciosa en todos los elementos estéticos, una obra, en la que diríamos, nunca se levanta la voz.
Pero quizá es que estamos demasiado influidos por Peter, el burguesísimo protagonista de la obra. Sus peroratas sobre la burguesía, que parecen las de un perteneciente a una orden militar o a una secta, dan el fondo intelectual de la obra. Pero no nos engañemos, eso es lo que menos nos interesa. A nosotros nos gusta la confrontación, disfrutamos de los momentos de tensión dramática, apreciamos la evolución de los personajes y su viaje hacia la desgracia. Por eso valoramos tantas cosas de La mujer justa. Pero no nos gusta cuando los personajes “nos cuentan su vida”, por muy buena que sea la actuación y el libreto, porque se nos hace pesado tener que oír una historia cuando tenemos todos los elementos para poder vivirla.
Como decíamos, la dirección de Fernando Bernués es impecable, contenida, sin derroches formales ni excesiva contención. Aunque los espejos-pantalla a veces nos distraían (culpa nuestra) y el violinista a veces nos irritaba (culpa suya). Por supuesto, uno de los grandes reclamos de la obra es Rosa Novell, con un personaje al que puede sacar mucho provecho y del que no desperdicia ni un gesto. Camilo Rodríguez tiene el personaje con el que es más difícil empatizar, tan cansino con su sentido de la burguesía y tan frío que sólo al final podremos concederle algo de nuestra simpatía. Ana Otero tiene más oportunidades de lucirse, primero con un cara a cara con Novell, y sobre todo en su monólogo.
Dos apuntes que nos dejaron un poco desconcertados: aparentemente en la sala había un virus causante de una imparable tos que afectó durante toda la función no sólo a parte del público, sino que también (por suerte en este caso sólo incidentalmente) a Ana Otero; por otra parte, desde aquí cuestionamos la necesidad de un intermedio de quince minutos en una obra que dura una hora y cuarto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario