Nunca
habíamos sentido de una manera tan poderosa que eso de ahí dentro,
allí abajo, la sala del teatro, fuera un refugio frente a lo que hay
allá fuera, en la calle. Antes de que lleguen las metáforas: la
plaza de Colón es una de las cosas más feas de Madrid. Del mundo,
arriesgaremos a decir. Lo que nos encontramos dentro del Teatro
Fernán Gómez es de una belleza pura. En el exterior nos agreden
ruidos incomunicadores, edificios monstrencos y demostraciones
ridículas de pomposidad (aquí estaban las metáforas). Puro
contraste: en el interior solo hay silencio y música para acunar, un
espacio del que hogar toma su nombre y delicadeza, puro mimo.
Si
los fabuladores de André y Dorine se las han arreglado para contar
su historia sin palabras, y ya que nosotros no podemos llegar a esos
extremos, al menos nos habíamos propuesto no utilizar algunos
términos recurrentes. Va a ser imposible: apenas hemos empezado y ya
hemos utilizado “delicadeza”. Pero es que el trabajo de todo el
equipo de Kulunka, si por algo se caracteriza, es por su suavidad,
por el cuidado con el que han realizado todo el esfuerzo de la puesta
en escena, que a ojos del espectador es limpio, despejado, sin baches
en el camino. La obra apenas llega a la hora y media, pero cuando
alcanza su final, nos preguntamos cómo ha pasado tanto tiempo sin
que nos percatemos. Sin que haya pasado nada, en realidad. Después
repasamos y nos damos cuenta de todo lo que ha sucedido casi sin que
lo percibiéramos. Atención que ahora viene una frase de cuidado:
como la vida misma.
André
y Dorine cuenta una historia con la que hay que tener un pulso de
cirujano. Si te pasas un poco en el tono, caes en el melodrama
lacrimógeno y obsceno. Si no, te quedas en un estudio clínico sin
corazón. Los Kulunka han sabido mantenerse en el punto óptimo, con
un tratamiento sentido y sincero que no evita los momentos más
duros, pero que no los aprovecha para lanzarse al sentimentalismo,
sino que prevalece la ternura. En una obra sin palabras, la excelente
música de Yayo Cáceres sirve para envolver las escenas y tan pronto
enriquece los momentos de comicidad, como abunda en la melancolía o
da una especial viveza a los recuerdos de felicidad. Quizá por eso
sean todavía más impresionantes los momentos de absoluta mudez, que
en la parte final se adornan con los sollozos de gran parte del patio
de butacas.
Acabamos
de hablar de la parte cómica de la obra y es que otro de sus
aciertos es el recurso constante a la sonrisa. Al principio incluso
podría pasar por una obra simpática sobre dos abuelos gruñones
(entre el público había varios niños que no sabemos si estaban
allí por error o precocidad, en cualquier caso parecieron pasárselo
bien, por lo menos a ratos). Ya sabemos que una obra de estas
características sería difícil de soportar si no incluyera momentos
para respirar (como pasaba en Amor, otra de las cosas de las que no
íbamos a hablar), y en este caso los Kulunka han sabido administrar
las pildoritas de ingenio con su agudeza característica.
¿Pero
quiénes son estos Kulunka? Ya sabíamos que Iñaki Rikarte era un
buen actor, pero aquí hemos descubierto que también es un gran
director. Aunque se trate de un trabajo colectivo, el resultado
último tiene que beneficiarse (o hundirse) por la supervisión del
responsable final, y Rikarte sabe dar a la obra el ritmo y la fluidez
necesarios para que cada escena tenga sentido en si misma y a la vez
el conjunto tenga sentido. De igual manera, tanto la sencilla y
reconocible escenografía de Laura Eliseva Gómez como la iluminación
sugerente y elegante de Carlos Samaniego son un valioso añadido a
este cuento al que nos han invitado y donde nos hacen sentir...
bueno, donde nos hacen sentir de todo.
Aparte
de por su calidad, André y Dorine también distingue por el uso de
las máscaras (¿y cómo hemos podido llegar hasta aquí sin
mencionarlo?). Dejado el naturalismo aparte, los actores pueden
dejarse llevar por el élan interior. Los cuerpos, y sobre todo las
manos, no engañan: pero tampoco es ese el propósito. La manera de
moverse, los pequeños gestos, el halo, son suficientes para que
todos entendamos lo que está pasando. Sin pretender ser realistas,
alcanzan una verdad que el espectador siente de manera directa.
Garbiñe Insausti, José Dault y Edu Cárcamo, los tres intérpretes
que se multiplican en escena, son también, junto a Rikarte y Rolando
San Martín los autores de la dramaturgia. Se nota que no han sido
avaros a la hora de ponerlo todo de su parte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario