Qué
fácil es esto del teatro. Si alguien recién llegado de una isla
perdida del Atlántico apareciera en el patio de butacas del Teatro
Español y presenciara un función de El cojo de Inishmaan,
probablemente pensaría que qué juego tan divertido. Y tan sencillo.
En un momento de la obra, uno de los personajes dice que los actores
no trabajan, pues solo se dedican a hablar, y eso lo hace cualquiera.
Nuestro isleño saldría del teatro con la misma impresión, pero no
solo acerca del oficio de actuar: escribir una obra y ponerla en
escena también parece pan comido. Y sin embargo sabemos que nada más
difícil que conseguir esa fluidez, esa naturalidad que hace que todo
resulte sencillo; esa simplicidad de las obras redondas.
Parece
que Gerardo Vera paulatinamente ha ido depurando su concepto de la
dirección, dejando atrás la teatralidad para concentrarse en lo
esencial. Sin llegar a los extremos de El crédito, en la que se
sabe que hay director porque lo pone en el programa (y esto lo
decimos como elogio), aquí todos los elementos de la puesta en
escena están llevados a su mínima expresión. La música es casi
imperceptible y la iluminación es plana, mientras que la
escenografía de Alejandro Andújar es meramente indicativa, sin
apenas incidencia en el desarrollo dramático. De igual manera, Vera
se guarda de hacerse notar, pero su buen pulso está presente en
momentos tan logrados como el de la sesión de cine, en el que el
continuo movimiento de los actores dota a la escena de un ritmo
interno que evita el estancamiento. Como es habitual, el trabajo más
duro se plasma sin llamar la atención.
Vera
sabe que puede utilizar este perfil bajo porque cuenta con los
principales elementos que de verdad importan en una obra de teatro:
un texto brillantísimo y un reparto sin mácula. El texto de Martin McDonagh, en una versión de José Luis Collado en la que solo
patinan algunos coloquialismos que suenan muy falsos en castellano,
demuestra lo justificada que está su comparación con Beckett, más
allá de los atajos fáciles. El isleño del que hablábamos al
principio no tendría muy claro si El cojo es un drama (un dramón,
de hecho), o una comedia (y divertidísima, además). Como ya nos
pasó en la puesta de Agosto que dirigió Vera, nos embarcamos en un
vaivén emocional que tan pronto nos sumerge en la más honda
desolación como nos eleva a la liberación de la carcajada
incontenible. Hay que ser muy hábil y tener mucho tiento para no
pasarse por los extremos ni acabar haciendo mezclas indigestas, y
tanto McDonagh como Vera dan una lección de alquimia.
La
función se abre con un diálogo mitad costumbrista mitad beckettiano
entra Marisa Paredes y Terele Pávez. (Con esta frase ya está
justificado el ir al teatro). Ambas muestran una excentricidad sin
aspavientos, dando el tono de lo que será la constante de la obra.
Paredes parece ajena a este mundo, posición que se acentuará a lo
largo de la representación, mientras que Pávez es más expansiva,
pero no mucho más cuerda. Ambas conforman una pareja a la que Vera
ha sazonado con cierto mihurismo.
Pero
si Paredes y Pávez tienen rendido al público desde el principio,
cuando aparece Enric Benavent ya arrasa con todo. El estrafalario y
cotilla personaje de Johnnypattenmike se merecía un actor que
hiciera honor a su desparpajo, y Benavent multiplica sus
posibilidades por mil. Sus inocuas historias sobre ovejas sin orejas
se convierten en apasionantes relatos llenos de gracia; sus
inesperadas apariciones detrás de las puertas en golpes insuperables
de comicidad; y su mano a mano con su alcohólica madre de noventa
años, la irresistible Teresa Lozano, es sencillamente antológica.
Así
las cosas, Ferran Vilajosana no lo tenía nada fácil para
enfrentarse a su complejo papel de Billy el Cojo y a estos magníficos
actores. Pero resuelve las incomodidades físicas con elegancia, con
discreción, como es marca de este montaje; y los altibajos de su
personaje siempre manteniendo el perfil adecuado. Incluso en el
momento más melodramático, que luego se descubrirá con truco,
mantiene la entereza y la finura que dignifican a su maltratado
personaje.
IreneEscolar tiene la mala suerte de que a su personaje le hayan tocado
los diálogos peor traducidos y que lo que su personaje debería
tener de soez por momentos parezca tourrette, pero tiene la capacidad
de dejar intuir ternura tras la dureza de su personaje, y sobre todo
unas ganas de imponerse a un entorno que no le va a facilitar para
nada la vida. Adam Jezierski es un pesado con muchísima gracia y una
soltura que le permite moverse con descaro entre un reparto de
primerísimo nivel. Marcial Álvarez y Ricardo Joven comparten en sus
personajes cierto hinchamiento que debe venir desde la dirección y
que desentona un poco con la modulación conceptual de la
representación y del resto de los actores, pero que contribuye a su
caracterización.
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