El
profesor saca de una caja algunos objetos que ha espigado de la
habitación de su padre, muerto recientemente. Cada objeto viene con
un recuerdo y un comentario, hasta que saca un cinturón, al que solo
dedicará una mirada fugaz y apartará sin más. Poco después el
profesor empieza a meter todos los objetos de nuevo en la caja. El
barbero le dice que no comprendo cómo ha sido capaz de hacer lo que
ha hecho. El profesor recoge el cinturón y lo vuelve a guardar. Este
es el teatro que nos gusta, el que no abusa de la narración, el que
es capaz de sugerir con un gesto más de lo que se explica en un
parlamento de cinco minutos, el que abre posibilidades de
interpretación y hace al espectador partícipe de lo que está
pasando.
Lamentablemente,
en Jugadores nos encontramos más a menudo con un tipo de teatro
descriptivo, en el que los personajes nos cuentan sus vidas, lo que
ha pasado e incluso lo que va a pasar. Las cosas quedan bastante
claras, pero hubiéramos preferido más confusión y menos historias.
El Pau Miró escritor lo hace muy bien al configurar este cuarteto de
desgraciados e introduciéndonos en su vida de miseria y dolor, pero
le falta valentía para dejar al Miró director espacio. Todo esta
perfectamente calculado, pero echamos de manos algo de aire, que la
realidad se introduzca en la vida de estos perdedores y nos los haga
más cercanos.
Porque,
sinceramente, todo esto de los fracasados nos cansa un poco. Todo
queda bastante claro cuando vemos que estos jugadores son como
Dostoievski, que no juegan para ganar, sino para perder. Y por eso
quizá no habría que insistir. No es que haya que centrarse, no sé,
en las estrellas del espectáculo o en los vencedores de las guerras
cotidianas, pero no vendría mal un poco de alegría en el alma, algo
más que ese continuo y machacón blues de hombres que no levantan
cabeza, un poco al estilo de Mamet. Por eso en la parte final la cosa
se anima, parece que vamos a tener algo de acción... Y de repente la
puerta se cierra y se acabó la función. Qué mal sientan los de
repentes.
De
todas maneras, nos da la sensación de que la obra podría haber sido
mucho peor, lo que puede que no suene a gran halago, pero en
resumidas cuentas significa que vale la pena. Sobre todo por los
actores, los cuatro fantásticos. Miguel Rellán, en estado de gracia
permanente, es el profesor (queremos decir que lo es,
verdaderamente). Ese tipo de personaje que decíamos que ya está
exprimido hasta quedarse seco él lo revitaliza con sus toques de
melancolía, primero de resignación y más tarde de rebeldía ante
su destino de infertilidad. Cada vez que se sale del papel (del
arquetipo, de lo que se espera de él), conmociona y revuelve al
espectador. Si el personaje es un desalmado (sin alma), Rellán lo
nutre de espíritu.
A
Ginés García Millán, al contrario, en un principio no le veíamos
mucho en este papel de tabernario, broncas y cobarde. Pero lo cierto
es que se adueña del enterrador y también lo enriquece por su
cuenta, traspasando las líneas del lugar común para, como quien
dijera, dotarle de un corazón. Jesús Castejón también borda a su
pequeño burgués venido a menos. Estos personajes a
los que todo les sale mal más que a la compasión a menudo mueven a
la burla, no se puede ser tan cenizo. Pero Castejón da la vuelta a
la situación y con simpatía y empatía hace que nos pongamos de su
lado. Sin lujos, pero siempre nos tendrá para lo que necesite. Luis
Bermejo, al que por desgracia no vemos en su momento cumbre (el de su
personaje, el actor), tiene descaro y habilidad para hacerse con sus
compañeros y con el público. Si esto fuera un periódico deportivo
diríamos que los cuatro conforman “un póquer de ases”. Mejor
corramos un tupido telón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario