Una
pregunta cruel para un aficionado medio al teatro clásico puede
formularse más o menos así: “¿te acuerdas de esa comedia que
vimos aquí de un noble que llegaba a la ciudad y había un montón
de líos, que se disfrazaba de criado, y luego la mujer se hacía
pasar por otra y todo eso? Sí, ya sabes, esa en la que salía
Notario”. Lo mejor para salir del paso es decir: no, creo que esa
me la perdí. Porque como se empiecen a soltar títulos la cosa puede
acabar en tragedia. O, peor todavía, remontarse a los tiempos de la
Comedia. Esta sensación de haber visto decenas de veces la misma
obra se agrava porque hubo un tiempo en el que todos estos montajes
se uniformaron y ahora no hay manera de recordar si se trataba de un
Lope, un Tirso o un Shakespeare con traducción castiza. Y, para
redondear, seguramente todo esto ya lo hemos dicho por aquí en otras
ocasiones.
No
se puede decir que en Donde hay agravios no hay celos las
innovaciones argumentales sean una característica a destacar: la
historia nos la sabemos de memoria. Pero en esta ocasión la puesta
está tan bien resuelta que será más difícil olvidarla. Si al
teatro en verso, tan seductor como peligroso, se le añaden capas de
impermeabilidad, si a los argumentos laberínticos se les aliña con
ingredientes de mala digestión, si se barroquiza el barroco,
podríamos decir, es normal que el espectador acabe por desconectar.
Pero Helena Pimenta ha apostado por la claridad (que nunca viene mal
en una trama tan enrevesada) y la versión de Fernando Sansegundo,
que se sabe todos los trucos de estos juegos, es limpia y serena. El
espectador puede estar tranquilo y divertirse sin preocuparse por no
perder el hilo: aquí todo se desarrolla con fluidez.
Precisamente
el papel que tantas veces ha encarnado Sansegundo, el de criado
gracioso, se convierte aquí, de la mano de David Lorente, en una de
las grandes bazas de la función. Lorente se muestra irresistible
desde el principio, como un gañán bruto y contundente en sus
réplicas. Nunca se meterá en su papel de señor, pero propiciará
algunas de las mejores escenas de la función, con una simplonería
de esas que para ser eficaz tiene que ser en realidad modelo de la
mayor fineza. Igual de “mal actor” es Jesús Noguero, cuyo
criado es poco convincente (como debe ser), y al que le sobra
gallardía y bravura, pero con el tono indolente necesario para que
la honra del noble no arruine la comedia.
Clara
Sanchis tiene algunos momentos de histeria que nos descolocan un
poco, pero se redime cuando evoca a Katharine Hepburn. De hecho la
función nos recordó muchas veces a Historias de Filadelfia, en tono
e incluso en giros argumentales (no falta ni la escena de
borrachera). Marta Poveda se pasa gran parte de la función como una
adolescente con las hormonas disparadas, pero también tiene su
escena de reivindicación explícitamente señalada. Y es que en la
obra abundan las referencias metateatrales (maldita palabra), pero
insertadas con total naturalidad, no con el pavoneo que se usa hoy en
día. Para que se vea que no tomarse las cosas en serio exige la
mayor seriedad y nada de guiños de entendidos.
A
veces le hemos reprochado a Helena Pimenta cierto infantilismo en sus
intentos de modernizar clásicos cambiando la época en la que se
desarrolla la acción e introduciendo anacronismos totalmente
gratuitos. Estas reticencias cobran aún más sentido cuando vemos
que en Donde hay agravios no hay celos se deja de tonterías y la
sale una función estupenda. Cierto que para nuestro gusto el
decorado es demasiado aparatoso (como contrapartida, el vestuario de
Tatiana Hernández es magnífico) y que persisten algunas
chorraditas, como los bailes (parece ser que sin concesiones de este
tipo no te franquean el montaje), pero son cuestiones menores: aquí
encontramos teatro de verdad, divertido, chispeante y elegante.
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