Ir
con cierta frecuencia al teatro propicia que, con un poco de suerte,
algunas veces vivas una experiencia sublime (qué difícil es hablar
de esto sin caer en la pomposidad: ¡catarsis!). Pero,
lamentablemente, lo normal es que el espectador tenga que apechugar
con una gran cantidad de tonterías de difícil digestión. De hecho,
no hace mucho en este mismo teatro tuvimos que sufrir uno de estos
espectáculos bochornosos que hacen que te replantees si merece la
pena, si el castigo no es demasiado duro para la ilusión. Por eso
una obra como Battlefield, aunque quizá no logre el punto de
excelencia de otros montajes de Peter Brook, sirve como medio de
purificación. La metáfora viene sola: ver Battlefield
es parecido a sumergirse en el Ganges y salir como nuevo.
Frente
a la monumental Mahabharata,
de la que solo conocemos la versión televisiva, aquí nos
encontramos con una versión de cámara, más lírica que épica. Por
eso quizá habría sido más apropiado una sala más íntima, de
dimensiones más humanas. Después de todo, la función remite a esas
imágenes atávicas de un relato narrado a la luz del fuego. En
cualquier caso, haciendo abstracción de todo lo que nos rodea, y sin
que tampoco sea demasiado necesario seguir todos los avatares de la
historia que se nos está contando, es fácil dejarse llevar por la
sencillez y la delicadeza marca de Brook. Los actores, que empiezan
con un estilo casi bressoniano, pasan con total naturalidad a un
estilo más “dramático”, y las fábulas, que pese a su exotismo
nos llegan de una manera directa, embaucan precisamente por su
simplicidad.
Y
es que en todo momento nos surgen referencias a un teatro que nos es
más cercano, desde las tragedias griegas a Shakespeare, y sin
embargo en algunas ocasiones nos da la sensación de estar
presenciando más un espectáculo de magia que teatral. Porque lo que
siempre logra Brook es que percibamos lo que estamos viendos como
algo que nos atañe personalmente, es como si su puesta en escena no
fuera una intermediación entre el texto y el público, sino una
invocación que consigue proyectar ante nuestros ojos unas historias
que siempre han estado ahí, aunque no hayamos sido capaces de
percibirlas. Cuando llega el final y todo se ha acabado, todavía
permanece la resonancia, el eco de una historia que nunca terminará.
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