lunes, 13 de junio de 2016

Battlefield (Teatros del Canal)

Ir con cierta frecuencia al teatro propicia que, con un poco de suerte, algunas veces vivas una experiencia sublime (qué difícil es hablar de esto sin caer en la pomposidad: ¡catarsis!). Pero, lamentablemente, lo normal es que el espectador tenga que apechugar con una gran cantidad de tonterías de difícil digestión. De hecho, no hace mucho en este mismo teatro tuvimos que sufrir uno de estos espectáculos bochornosos que hacen que te replantees si merece la pena, si el castigo no es demasiado duro para la ilusión. Por eso una obra como Battlefield, aunque quizá no logre el punto de excelencia de otros montajes de Peter Brook, sirve como medio de purificación. La metáfora viene sola: ver Battlefield es parecido a sumergirse en el Ganges y salir como nuevo.

Frente a la monumental Mahabharata, de la que solo conocemos la versión televisiva, aquí nos encontramos con una versión de cámara, más lírica que épica. Por eso quizá habría sido más apropiado una sala más íntima, de dimensiones más humanas. Después de todo, la función remite a esas imágenes atávicas de un relato narrado a la luz del fuego. En cualquier caso, haciendo abstracción de todo lo que nos rodea, y sin que tampoco sea demasiado necesario seguir todos los avatares de la historia que se nos está contando, es fácil dejarse llevar por la sencillez y la delicadeza marca de Brook. Los actores, que empiezan con un estilo casi bressoniano, pasan con total naturalidad a un estilo más “dramático”, y las fábulas, que pese a su exotismo nos llegan de una manera directa, embaucan precisamente por su simplicidad.

Y es que en todo momento nos surgen referencias a un teatro que nos es más cercano, desde las tragedias griegas a Shakespeare, y sin embargo en algunas ocasiones nos da la sensación de estar presenciando más un espectáculo de magia que teatral. Porque lo que siempre logra Brook es que percibamos lo que estamos viendos como algo que nos atañe personalmente, es como si su puesta en escena no fuera una intermediación entre el texto y el público, sino una invocación que consigue proyectar ante nuestros ojos unas historias que siempre han estado ahí, aunque no hayamos sido capaces de percibirlas. Cuando llega el final y todo se ha acabado, todavía permanece la resonancia, el eco de una historia que nunca terminará.

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