Con
la excepción de las películas de submarinos, quizá no haya
subgénero cinematográfico más temible que el de las películas
sobre monjas. Por eso hace falta contar con el aval del Teatro Guindalera para que nos atrevamos con una obra como Fuga mundi. Y,
como era de esperar, la apuesta tiene su recompensa: pese a que Mar
Gómez Glez en ningún momento se arredra ante las implicaciones más
trascendentes, en Fuga mundi prima el humanismo más cercano, la
historia de una mujer libre que tiene que hacer frente a su peor
pesadilla, la sumisión y la pérdida de su ser. A partir de una
historia que evoca las leyendas becquerianas, la autora es capaz de
dibujar unos personajes complejos y profundos en los que el conflicto
se manifiesta de manera precisa y tan apasionada como reflexiva. De
igual manera, no es casual que la obra se sitúe en el momento de la
expulsión de los moriscos, pero aunque las relaciones con la época
actual son obvias, Gómez Glez no incide en paralelismos forzados,
sino que también en este terreno se mueve con ternura y comprensión,
como ejemplifica la cervantina cita final.
Como
es habitual en el teatro de Juan Pastor, destaca la sencillez y la
claridad de lo expuesto, sin subrayados ni melodramas, pero con una
fuerza expresiva que es mucho más poderosa precisamente por su
contención. Palabra por palabra, los mismo se podría decir de la
actuación de María Pastor, que una vez más demuestra ser una de
las mejores actrices actuales. Gómez Glez le proporciona un texto de
una calidad impecable en su solidez literaria, pero no se olvida de
que el teatro no son solo palabras y deja campo abierto a la
expresión mucho más profunda de los sentidos y los sentimientos,
que van desde la frustración al éxtasis, pasando por las más
diversas moradas del alma. María Pastor devuelve la gentileza
demostrando hasta dónde pueden llegar los límites de la
interpretación, llevándose junto a ella al espectador más
incrédulo. Su Juana es una especie de Camille Claudel del siglo
XVII, una artista incapaz de sufrir las limitaciones a las que se ve
constreñida debido a su sexo y a la moral imperante, que busca la
sublimación a través de la creación y que deberá mantener la
mente abierta para encontrar la aceptación en los lugares más
inesperados.
Si
Juana se rebela ante las imposiciones, la Prudencia de Chusa Barbero
parece haberse resignado hace tiempo. Pero Barbero consigue que su
personaje no sea percibido como una víctima. Ha sido derrotada hace
tiempo, cierto, pero no se arrepiente de nada ni se resigna, para
ella el campo de batalla está en otra parte. Es difícil transmitir
tanta vivencia y tanta viveza a través de un personaje moldeado de
una pieza, pero Barbero lo consigue con una solidez que consigue
tallar a su gusto. Todavía más escultórico es el personaje de
Anaïs Bleda, quien tiene que jugar con el complicado papel de
símbolo y que logra salir airosa gracias a su dulzura y ligereza.
Todo lo opuesto a María Álvarez, la impetuosa aristócrata que
encarna la hipocresía y la beatería, a la que muy hábilmente
Álvarez sabe dotar de humor y de un empuje irrefrenable.
Mientras
disfrutábamos de Fuga mundi era imposible no pensar en los
paralelismos entre el convento que se derrumba y el mismo teatro en
el que estamos viendo la representación, que al parecer está
abocado a su cierre cuando terminen las representaciones de esta
obra. Que cierre cualquier teatro es un drama, pero que lo haga la
Guindalera, refugio de la calidad y el buen gusto, es una tragedia.
Sabemos que la fe no es suficiente, pero no nos resignamos a la
fatalidad: tanto talento y tanto amor por el teatro no pueden
desaparecer como si nada hubiera pasado.
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