Qué
sería del espectador teatral sin las listas. En esos momentos en los
que ya no sabes cómo ponerte, cuando la insondable profundidad del
tedio parece haber alcanzado cotas hasta entonces desconocidas,
siempre queda el recurso de hacer listas. De lo hecho y de lo por
hacer, de actores por países, de alimentos por colores... Por eso no
será difícil identificarse con la protagonista de La lista, aunque
lo normal es que la manía no llegue a los límites aquí
escenificados. Porque esta mujer no se conforma con la carga de
tener que llevar a cuestas un desorden (qué paradójico)
obsesivo-compulsivo, sino que la angustia que sufre por no poder
controlarlo todo, incluso lo que parece ir más allá de sus
capacidades, le provoca una continua sensación de incapacidad, de
frustración, de culpa.
Normalmente
no somos muy amigos de este tipo de personajes, más por cansinos que
por otra cosa. Cada uno tenemos lo nuestro y que nos vengan con
historias, bien en modo exhibicionista, bien en modo redentor, suele
revelar un interés más bien morboso o patológico. Pero por suerte
Jennifer Tremblay evita todos los tópicos del género y muestra una
distancia y una capacidad para la disección que va al centro del
asunto (la obra apenas dura una hora) sin caer en el sentimentalismo
ni el rasgamiento de vestiduras. Casi toda la representación es
presa de una frialdad todavía más chocante dada la dureza de lo
expuesto, y de una casi total ausencia de humor, que también solemos
ver como una carencia, pero que aquí está plenamente justificada.
Javier
G. Yagüe coreografía la puesta en escena para que su protagonista
no esté ni un solo momento sin nada que hacer, lo que no impide que
piense, que ser reconcoma, que sufra sin disimulos. Aquí la
inquietud es literal: la protagonista no puede estarse parada. La
escenografía está repleta de chismes, cuyo uso da un ritmo
constante a la función, sin que estorben ni distraigan del punto
fuerte de la obra, la actuación de Frantxa Arraiza. Su
interpretación puede parecer más fruto de la composición que del
desgarro interno, pero esta opción es totalmente coherente con el
tono elegido para la obra. La vida en escena está ahí, con todo su
dramatismo, con ese calvario personal que se transmite a cada uno de
los espectadores. Pero Yagüe y Arraiza han preferido optar por la
contención, que la profundidad de la desolación llegue no por medio
de la expresión, sino de la mucho más complicada comprensión.
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