A
priori se podría pensar que con uno de los grandes textos de Lope de
Vega y un reparto mínimamente profesional, lo demás viene de sí.
Pero en poco tiempo hemos podido comprobar de manera práctica la
importancia de una buena versión y de una puesta en escena que se
sitúe a la altura del proyecto. Porque si hace poco más de un año
vimos una puesta mortal de El perro del hortelano, de esas que te
hacen pensar que el teatro clásico no es para ti (ni para este
siglo), con este montaje de la Compañía Nacional de Teatro Clásico
Helena Pimenta ha firmado el que para nosotros es su mejor trabajo al
frente de la misma, una joya en todos sus aspectos.
Dado
que eso de trasladar la acción a una época aleatoria parece
imprescindible, al menos nos alegramos que en esta ocasión el siglo
elegido haya sido el XVIII, lo que nos permite utilizar calificativos
tan poco apropiados para describir una obra teatral como
“preciosidad”. Pero es que es así, tanto la escenografía de
Ricardo Sánchez Cuerda como el vestuario de Pedro Moreno y la
iluminación de Juan Gómez-Cornejo son una maravilla. Por suerte ya
no estamos en el Pavón, y el Teatro de la Comedia permite a Sánchez
Cuerda desplegar unos decorados casi abrumadores por su profundidad y
riqueza, que sin embargo no son ostentosos, sino de la máxima
elegancia. Y qué decir del trabajo de Moreno, otra delicia para los
sentidos, imaginativo y colorido casi hasta lo pop, o del de
Gómez-Cornejo, capaz de crear ambientes de ensueño envueltos en una
ingravidez metateatral (en el buen sentido).
Pero
esta exuberancia estética se quedaría en nada si no estuviera al
servicio de una obra que es puro gozo desde el principio. Hasta tal
punto que nos pensábamos que tanto tan bueno no podría aguantar
hasta el final. Pero sí. La versión de Álvaro Tato es ligera,
limpia, fluida, y está dicha con seguridad y frescura, demostrando
que Lope puede ser plenamente actual y no una reserva para filólogos.
Con estos cimientos, Pimenta puede jugar a placer, ya sea imprimiendo
un ritmo supersónico cuando la acción lo demanda o una calma
apropiada para los momentos más plácidos. Con una labor de claridad
muy bienvenida en una obra llena de cambios de tonos y peripecias
varias (solo sobran algunos bailecitos perfectamente prescindibles),
Pimenta logra llevar el ritmo de la función con firmeza incluso en
los momentos en los que la trama se dirige sin freno al disparate.
Aunque
seguro que por dentro llevan su cargas (la apariencia de facilidad
solo se consigue tras mucho trabajo), hacia fuera los actores solo
muestran dicha. Qué manera más natural, casi coloquial, de decir
los versos, qué alegría en los movimientos y las replicas, qué
soltura en los cambios de registro. Marta Poveda está fulgurante
desde su aparición y ya no dejará de brillar en cada una de sus
apariciones. Si el resto no estuviera a la altura, se la echaría de
menos cuando desaparece. Pero, al contrario, sus ausencias solo hacen
que cuando reaparece resplandezca con más fuerza. Su caprichosa
Diana es un bombón para cualquier actriz, pero también una bomba de
relojería que puede explotar si no se maneja con cuidado. Poveda
sabe desactivar todas las amenazas y sacar el mayor partido tanto en
sus momentos más cómicos, con un manejo total de la ironía
gestual, como cuando la delicadeza se impone. Eso sí, que no se le
olvide darle las gracias a Moreno, con esos vestidos ya tiene gran
parte del trabajo hecho.
Rafa
Castejón también tiene un personaje de cuidado, ya trepa ya
romántico, al que tira más hacia el lado de la simpatía que de la
doblez. Joaquín Notario está una vez más insuperable, imparable,
con un personaje picaresco que arrasa por donde pisa. Pero la
verdadera sorpresa de la función es Natalia Huarte (aunque ya en La cortesía de España prometía mucho), irresistible en sus escenas
cómicas y con una presencia digna de actrices con mucha más
experiencia. Caso de Nuria Gallardo, como siempre precisa en su
labor, o de Fernando Conde, quien solo necesita un par de
intervenciones para hacerse con el personaje y con el público.
Además, Conde enlaza con la memorable película de Pilar Miró,
perfecta manera de cerrar un círculo virtuoso.
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