Aunque sólo hemos visto dos obras suyas, Alfredo Sanzol se está convirtiendo en uno de nuestros autores favoritos. En Sí, pero no lo soy ya nos sorprendió por su habilidad para los diálogos brillantes, el ritmo en la sucesión de las escenas y el tono general entre melancólico y desinhibido. Ahora, con Días estupendos, tenemos una versión más larga, más divertida y todavía mejor. Una de esas obras que hacen que te den ganas de ir por la calle recomendándosela a desconocidos. A falta de ello, escribimos esta entrada.
Sanzol escribe en el programa, entre otras cosas, que la obra va sobre la nostalgia. Pues no estamos de acuerdo. Nosotros odiamos la nostalgia, y no odiamos nada en esta obra. La discrepancia viene de que la nostalgia a la que se refiere Sanzol, suponemos, no es de una época determinada, ni tan siquiera de un lugar concreto (aunque las referencias a Navarra son continuas, y por algún motivo siempre efectivas). Quizá se trate de esa nostalgia de lo que nunca ha pasado, pero entonces estaríamos hablando de una obra sobre la imaginación, algo mucho más interesante, sin duda.
La obra comienza con una versión de Mi jaca al ritmo de Wicked Game a cargo de Natalia Hernández. No hay mejor manera de ponernos en situación. Bueno, sí, porque cuando acaba, la actriz empieza a soltar una historia de la Guerra Civil. ¿Tu también, Sanzol? Pero entonces hay un giro, y luego otro, y otro. Al final de la función habrá otra canción, que de nuevo negará a su autor, pues desmonta lo que la nostalgia tiene de artificio.
Entre un tema y otro, un repertorio completo de esquetches. Al ver que la obra duraba una hora y cuarenta minutos, surgían algunas dudas. La principal era que con una estructura basada en cortos episodios, siempre se corre el peligro de que la calidad de estos sea tan divergente que la sensación final sea de fracaso. Pero nada de eso. Obviamente algunos gags sobresalen y un par de ellos se alargan más de lo necesario (un minuto, pero en un espectáculo con un ritmo tan preciso, desentonan), pero la sensación preponderante es que el espectáculo no ha decaído en ningún momento y que, de alguna manera, el autor ha logrado allanar los desvaríos para conseguir cierta uniformidad. Y esto en una obra en la que el desvarió es la norma y el único uniforme es un tricornio de un guardia civil.
Como decíamos, algunos de los esquetches son antológicos. Quizá el mejor es el del torero que mata por accidente a su gato y se replantea su carrera y su vida. Aquí es donde mejor se representan las dos vertientes de Días estupendos: la comicidad desprejuiciada y salvaje y el fondo melancólico y pesimista. Pero también hay otros momentos geniales, como el leñador y su apasionada amante (rematado con un merecido rapapolvo al ciclista impertinente), o el momento del violador de melones (que de nuevo concluye con una apropiada paliza al ciclista), y otros muchos regalos para sus actores...
A excepción de Natalia Hernández, el reparto es el mismo que el de Si, pero no lo soy. Desde hace tiempo Hernández es una de nuestras cómicas preferidas, y verla en un espectáculo de Sanzol es un regalo. Tiene oportunidad para desplegar todo su arsenal cómico, pero cuando hace falta también saca su dramatismo (sin necesidad de abrir la boca). El resto del elenco está igualmente fenomenal, conjuntado y siempre manteniendo el tan preciado ritmo, con sus cambios de tono, acelerones y momentos más reflexivos, pero quizá entre todos destaque Juan Antonio Lumbreras, capaz de encarnar a tipos totalmente opuestos sin solución de continuidad, y siempre arrancando la carcajada del público.
En otro de los fragmentos, una pareja decide separarse porque la situación ideal en la que viven sólo puede ir a peor. Si mantuviéramos esta filosofía, no volveríamos a ver una obra de Sanzol, es difícil imaginar que pueda ofrecernos algo mejor.
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