Íbamos al "nuevo" Teatro de La Latina con un sentimiento ambiguo. Por una parte nos alegrábamos de tener un teatro más al que poder acudir de vez en cuando confiando en que la dirección de José María Pou trajera a Madrid obras sin duda más interesantes que las hasta ahora acogidas por este castizo escenario. Pero también nos daba un poco de pena que tanta gente se quedara sin el emblema de cierto teatro, condescendientemente calificado de "popular", esa gente que según el tópico siempre que venía a la capital desde provincias hacía una parada en La Latina para ver zarzuelas o vodeviles de los de toda la vida. Sin embargo, al finalizar la función pensamos que no teníamos que habernos preocupado: por lo menos en lo que respecta a La vida por delante, este tipo de público puede darse por satisfecho.
Por nuestra parte, nos costó mucho dar nuestro beneplácito a la obra. Lo que nos sacó desde un principio de la obra fue la tan celebrada interpretación de Rubén de Eguía. Seguimos sin saber por qué habla como un payaso. Por supuesto no es su elección, y al parecer tanto el público (que le aplaudió incluso más que a la diva) como la crítica han valorado con entusiasmo su revelación, pero a nosotros, que no somos esclavos de la verosimilitud, nos chirría que un chico que desde los cuatro años convive con Madame Rosa hable con ese tipo de acento. Quizá incluso hubiéramos soportado una declamación diferente, pero como decíamos, nos parecía estar escuchando todo el rato a un payaso en plena actuación, y así las cosas es difícil dejarse llevar.
La interpretación de Concha Velasco también tiene sus claroscuros. Lo peor es que por momentos parece imbuida por el espíritu del lugar y se ve transformada en Lina Morgan, con un humor físico que parte del público jaleaba, pero que no nos pareció el más apropiado para esta obra. Como se las sabe todas, es capaz de llevar a ese mismo público por donde quiere, pero a menudo también se deja atrapar por la facilidad y concede puntos de aplauso seguro pero que no dejan de ser chocantes. Por suerte cuando llega el momento de la verdad, Velasco se quita el maquillaje y los disfraces y ofrece una última parte mucho más ajustada y verdadera, sin atajos ni trucos.
Los otros dos actores ofrecen una interpretación más sólida: José Luis Fernández sólo tiene una escena, pero la clava. Es el momento de más tensión y el que da algo de sustancia a una obra que se arma sobre un débil andamiaje. Carles Canut (que nos ofreció su última representación de la obra) es el perfecto médico adorable que juega con solvencia de intermediario entre los dos protagonistas.
Aparte de las actuaciones, la adaptación de Xavier Jaillard tampoco arranca con buen pie. A pesar de que los personajes se conocen desde hace trece años, en su primera escena se hablan como si se vieran por primera vez. Después se van desarrollando escenas que siempre apuntan pero nunca acaban de acertar. Por ejemplo, el tema clave de las religiones y personalidades, está resuelto con superficialidad y algunas frases fácilmente secundables pero poco originales. La dirección de Pou parece querer soslayar estas debilidades dando un tono entre elegíaco y melancólico, pero hasta la parte final, en la que Velasco acude a su rescate, a menudo cae también en los recursos más “agradables”.
Todavía queda mucha vida por delante, así que tardaremos en conocer la política de programación que va a tener el Teatro de La Latina, pero vista su primera incursión parece que la salvaguarda de las esencias está asegurada.
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