Debemos confesar que no acabamos de saber cómo acercarnos a Luc Bondy. La primera obra dirigida por él que vimos fue La seconde surprise de l'amour, en el Festival de Otoño (todavía en otoño) de hace un par de temporadas. Ni fu ni fa. El año pasado apreciamos mucho más su recreación de Sweet Nothings (Amoríos), en la que valoramos una vivacidad por la que Bondy no es muy reconocido. Y en esta ocasión, con su puesta de Les chaises, hemos recuperado la sensación glaciar que transmiten unos montajes tan impecables como distantes.
Bondy, que colaboró con Ionesco en su juventud, parece tener tal respeto a las palabras de su maestro que no quiere ni tocar una entonación, ni variar en una acotación. No seremos nosotros quienes critiquemos esta opción, pero cuando el respeto se convierte en rigidez, poco queda de la pasión que debe transmitir el teatro. Peor todavía, en ningún momento pudimos disfrutar del humor de la obra, servido de una manera tan retorcida que más provoca el rechazo que la risa, ni tan siquiera cínica.
Por cierto, que entre el público se oían de vez en cuando carcajadas que no podemos evitar calificar de extemporáneas, por no decir estentóreas. Quizá eran producidas por la incomodidad que provoca la obra, aunque tendemos más a atribuírselo a esa hipocresía tan molesta de cierto público madrileño. En fin.
Quedan los actores. Que hacen un extraordinario trabajo. Dominique Reymond y Micha Lescot, apoyados en una caracterización efectiva, desarrollan su difícil tarea, con un texto complejo y de ardua materialización. Están bien en cada uno de los diferentes tramos y se esfuerzan por dar continuidad a un conjunto de ideas dispersas, a veces parecen multiplicarse para poder abarcar todo el escenario, juegan con la entonación y con el físico. Una encomiable entrega que hubiera merecido un poco de locura desde la puesta en escena para que el espectáculo se convirtiera en algo más que una apreciable pieza de museo para transformara en algo vivo, quizá imperfecto, pero humano.
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