lunes, 26 de septiembre de 2011

Llama un inspector


En la propaganda referida a Llama un inspector se ha reiterado la idea de que Priestley vistió una obra de fonda social con el traje de una historia de detectives para atraer al público. Más de medio siglo después de su estreno, nos preguntamos si en la actualidad el verdadero truco no consistirá en adornar una intriga policíaca con referencias sociales. Así el espectador comprometido puede asistir a un pasatiempo inocuo sin sentirse culpable. Nosotros, tenemos que confesarlo, no podemos evitar la mala conciencia: como denuncia, la obra nos parece un panfleto tosco, como entretenimiento, nos lo pasamos estupendamente.


Si en nuestro anterior comentario enlazábamos Traición con Seinfeld, en esta ocasión nada más levantarse el telón se nos viene a la cabeza la extraordinaria serie Downton Abbey. No sólo estamos en el mismo espacio, sino que también coincide exactamente la cronología (al parecer lo más sencillo es citar al Titanic para enmarcar temporalmente la acción). Pero si en la serie británica los aristócratas protagonistas pueden ser mezquinos, envidiosos y taimados, pero en el fondo suelen tener buen corazón, mientras que los casos más flagrantes de bestialidad humana se dan entre los criados, en Llama un inspector los ricos protagonistas pueden llegar a ser desalmados déspotas, mientras que la mujer trabajadora es una víctima que no recibe la menor muestra de compasión. Ahora nos acordamos que una de las principales críticas a la película Titanic fue que presentaba a todos los ricos como malvados desaprensivos al tiempo que todos los pobres eran alegres y generosos seres humanos, un maniqueísmo que aquí se repite con la misma falta de matices. Sí, para los que van a ver esta obra a limpiar conciencias les parecerá muy apropiado este reparto de papeles, pero no deja de ser igual de rudimentario.


Así que mejor fijémonos en lo que nos gustó. En esta acumulación de lugares comunes sobre la “inglesidad”, lo que mejor funciona es siempre la ironía. En el momento menos esperado, el inspector te suelta una perlita que no te veías ver. Incluso la mosquita muerta de la hija puede resultar caústicamente afilada. Este tono burlón, mejor aprovechado, hubiera salvado muchos momentos de embarazo ante la falta de sutiliza de Prestley, pero por desgracia no abundan.


También nos gustó el escenario de Pep Duran, elegante y equilibrado, en el que no falta detalle, pero tampoco sobra recreación. En él se mueve con un saber estar impresionante Carles Canut, que en sus dos apariciones en el Teatro de la Latina ha demostrado todo lo que puede dar de sí este grandísimo actor. José María Pou impresiona desde su aparición y juega con el ritmo de la obra mucho más hábilmente desde su posición de actor que desde la de director. Con su estentórea voz y su facilidad para hacerse con toda la escena, maneja la evolución de la obra con un dominio apabullante. Victòria Pagès y Rùben Ametllé se ajustan perfectamente a sus estereotipados personajes, mientras que Paula Blanco y David Marcé sufren un poco ante tan excelsa compañía.


Al principio decíamos que esta obra puede atraer a comprometidos en busca de descanso intelectual, pero tenemos que confesar que el público de la Latina sigue pareciendo en su mayoría el mismo que acudía a ver las españoladas, por llamarlas de alguna manera, típicas de este escenario. Esto nos plantea preguntas sobre la forma y el fondo teatral: ¿y si después de todo lo importante no fuera la programación, sino el lugar?

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