En la propaganda
referida a Llama un inspector se ha reiterado la idea de que
Priestley vistió una obra de fonda social con el traje de una
historia de detectives para atraer al público. Más de medio siglo
después de su estreno, nos preguntamos si en la actualidad el
verdadero truco no consistirá en adornar una intriga policíaca con
referencias sociales. Así el espectador comprometido puede asistir a
un pasatiempo inocuo sin sentirse culpable. Nosotros, tenemos que
confesarlo, no podemos evitar la mala conciencia: como denuncia, la
obra nos parece un panfleto tosco, como entretenimiento, nos lo
pasamos estupendamente.
Si en nuestro
anterior comentario enlazábamos Traición con Seinfeld,
en esta ocasión nada más levantarse el telón se nos viene a la
cabeza la extraordinaria serie Downton Abbey. No sólo estamos
en el mismo espacio, sino que también coincide exactamente la
cronología (al parecer lo más sencillo es citar al Titanic para
enmarcar temporalmente la acción). Pero si en la serie británica
los aristócratas protagonistas pueden ser mezquinos, envidiosos y
taimados, pero en el fondo suelen tener buen corazón, mientras que
los casos más flagrantes de bestialidad humana se dan entre los
criados, en Llama un inspector los ricos protagonistas pueden
llegar a ser desalmados déspotas, mientras que la mujer trabajadora
es una víctima que no recibe la menor muestra de compasión. Ahora
nos acordamos que una de las principales críticas a la película
Titanic fue que presentaba a todos los ricos como malvados
desaprensivos al tiempo que todos los pobres eran alegres y generosos
seres humanos, un maniqueísmo que aquí se repite con la misma falta
de matices. Sí, para los que van a ver esta obra a limpiar
conciencias les parecerá muy apropiado este reparto de papeles, pero
no deja de ser igual de rudimentario.
Así que mejor
fijémonos en lo que nos gustó. En esta acumulación de lugares
comunes sobre la “inglesidad”, lo que mejor funciona es siempre
la ironía. En el momento menos esperado, el inspector te suelta una
perlita que no te veías ver. Incluso la mosquita muerta de la hija
puede resultar caústicamente afilada. Este tono burlón, mejor
aprovechado, hubiera salvado muchos momentos de embarazo ante la
falta de sutiliza de Prestley, pero por desgracia no abundan.
También nos gustó
el escenario de Pep Duran, elegante y equilibrado, en el que no falta
detalle, pero tampoco sobra recreación. En él se mueve con un saber
estar impresionante Carles Canut, que en sus dos apariciones en el
Teatro de la Latina ha demostrado todo lo que puede dar de sí este
grandísimo actor. José María Pou impresiona desde su aparición y
juega con el ritmo de la obra mucho más hábilmente desde su
posición de actor que desde la de director. Con su estentórea voz y
su facilidad para hacerse con toda la escena, maneja la evolución de
la obra con un dominio apabullante. Victòria Pagès y Rùben Ametllé
se ajustan perfectamente a sus estereotipados personajes, mientras
que Paula Blanco y David Marcé sufren un poco ante tan excelsa
compañía.
Al principio decíamos
que esta obra puede atraer a comprometidos en busca de descanso
intelectual, pero tenemos que confesar que el público de la Latina
sigue pareciendo en su mayoría el mismo que acudía a ver las
españoladas, por llamarlas de alguna manera, típicas de este
escenario. Esto nos plantea preguntas sobre la forma y el fondo
teatral: ¿y si después de todo lo importante no fuera la
programación, sino el lugar?
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