A
veces se olvida que uno de los grandes atractivos del teatro es su
propio ritual. El proceso se podría iniciar desde la compra de las
entradas, pero a menudo nos tenemos que enfrentar con páginas web
ineficaces o con taquilleras antipáticas (sin ánimo de
generalizar), así que esta parte casi nos la pasamos. Luego viene la
preparación para ir al teatro, un ritual en sí mismo que nosotros
también nos saltamos con poca elegancia. La llegada al teatro supone
otro molesto trámite: ¿por qué será que los acomodadores son, de
nuevo sin ánimo de generalizar, tan ineptos? Una cosa que nos
encanta: cuando se levanta el telón. Hèlas, ya no quedan casi
telones. La función en sí (buen título sería, por cierto). Luego
levantarse y oír los comentarios del público, una de nuestras
pasiones a menudo frustradas porque se oyen más conversaciones sobre
a dónde vamos ahora que sobre lo que nos acaba de conmover. Porque
esta es otra, nuestras propias conversaciones, que más a menudo de
lo que nos gustaría confesar derivan hacia cotilleos sin sustancia.
Ay,
qué poco nos queda del ritual. Por eso es bueno purificarse de tanto
en cuando con experiencias como la que ofrece el Teatro de Cámara Chéjov. La recepción es en una salita acogedora y de un gusto
tolerable e incluso entrañable. Para entrar a la sala se pasa por un
pequeño patio vegetado que ya da ánimos. No hay telón, y casi ni
escenario (por no hablar de escenografía), pero casi ni nos damos
cuenta. Y más tarde los comentarios son floridos y extensos. Porque
hay mucho que comentar.
Lo
primero que se suele decir: qué bien está todo para los pocos
medios que tienen. Sí, cierto que la iluminación no es gran cosa,
que los elementos del decorado son tan escasos que si no hubiera nada
tampoco se echaría en falta, que el vestuario, aunque efectivo,
tampoco marca ninguna diferencia. Pero a nadie engaña: el teatro ya
en su nombre avisa de que es de cámara. Y además evoca a Chéjov.
En esta ocasión la obra es de Dostoievski, pero el espíritu es
similar. Se trata de Noches blancas,
un cuento que adoramos hasta tal punto que también somos
incondicionales de las películas de Visconti y de Bresson, por
relamidas o simplonas que las acusen de ser. Hay algo en esta
historia de un soñador idealista y esperanzado que puede con
nuestras defensas. Por suerte, la propuesta de Ángel Gutiérrez está
a la altura.
Está
claro que, además de en el magnífico texto, todo la apuesta del
espectáculo recae en sus intérpretes. En las primeras tentativas,
hay algo que no liga. El soñador de Carlos Herencia es sólido, casi
inconmovible, quizá prima demasiado el encorsetamiento de su timidez
frente a la fuerza de sus ilusiones. Por contraste, la enamorada de
María Muñoz es ciclotímica, voluptuosa, capaz de pasar de la
exaltación a la melancolía con una bajada de ojos. Sin embargo,
poco a poco la pareja va conjuntándose y acaba por redondear un
conjunto perfecto. Eso sí, en las otras versiones el soñador tiene
mucha más fuerza, es el eje verdadero de la historia, mientras que
aquí Nastenka es quien se lleva la función. El trabajo de Muñoz,
que a veces recuerda a Bette Davis, otras a Joan Fontaine, es
extraordinario es su energía, en su soltura, en su facilidad para
cambiar de registros.
En
cuanto a Ángel Gutiérrez, poco se puede decir, porque ese es su
estilo. Contención, máximo aprovechamiento de los recursos, un
saber estar y una modelación ejemplares. Sí, a veces lo que
necesitamos es el teatro más básico, más primitivo si se quiere.
Sin rituales ni adornos, una inyección en vena de pasión escénica.
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