miércoles, 16 de noviembre de 2011

Noches blancas (Teatro de Cámara Chéjov)


A veces se olvida que uno de los grandes atractivos del teatro es su propio ritual. El proceso se podría iniciar desde la compra de las entradas, pero a menudo nos tenemos que enfrentar con páginas web ineficaces o con taquilleras antipáticas (sin ánimo de generalizar), así que esta parte casi nos la pasamos. Luego viene la preparación para ir al teatro, un ritual en sí mismo que nosotros también nos saltamos con poca elegancia. La llegada al teatro supone otro molesto trámite: ¿por qué será que los acomodadores son, de nuevo sin ánimo de generalizar, tan ineptos? Una cosa que nos encanta: cuando se levanta el telón. Hèlas, ya no quedan casi telones. La función en sí (buen título sería, por cierto). Luego levantarse y oír los comentarios del público, una de nuestras pasiones a menudo frustradas porque se oyen más conversaciones sobre a dónde vamos ahora que sobre lo que nos acaba de conmover. Porque esta es otra, nuestras propias conversaciones, que más a menudo de lo que nos gustaría confesar derivan hacia cotilleos sin sustancia.


Ay, qué poco nos queda del ritual. Por eso es bueno purificarse de tanto en cuando con experiencias como la que ofrece el Teatro de Cámara Chéjov. La recepción es en una salita acogedora y de un gusto tolerable e incluso entrañable. Para entrar a la sala se pasa por un pequeño patio vegetado que ya da ánimos. No hay telón, y casi ni escenario (por no hablar de escenografía), pero casi ni nos damos cuenta. Y más tarde los comentarios son floridos y extensos. Porque hay mucho que comentar.


Lo primero que se suele decir: qué bien está todo para los pocos medios que tienen. Sí, cierto que la iluminación no es gran cosa, que los elementos del decorado son tan escasos que si no hubiera nada tampoco se echaría en falta, que el vestuario, aunque efectivo, tampoco marca ninguna diferencia. Pero a nadie engaña: el teatro ya en su nombre avisa de que es de cámara. Y además evoca a Chéjov. En esta ocasión la obra es de Dostoievski, pero el espíritu es similar. Se trata de Noches blancas, un cuento que adoramos hasta tal punto que también somos incondicionales de las películas de Visconti y de Bresson, por relamidas o simplonas que las acusen de ser. Hay algo en esta historia de un soñador idealista y esperanzado que puede con nuestras defensas. Por suerte, la propuesta de Ángel Gutiérrez está a la altura.


Está claro que, además de en el magnífico texto, todo la apuesta del espectáculo recae en sus intérpretes. En las primeras tentativas, hay algo que no liga. El soñador de Carlos Herencia es sólido, casi inconmovible, quizá prima demasiado el encorsetamiento de su timidez frente a la fuerza de sus ilusiones. Por contraste, la enamorada de María Muñoz es ciclotímica, voluptuosa, capaz de pasar de la exaltación a la melancolía con una bajada de ojos. Sin embargo, poco a poco la pareja va conjuntándose y acaba por redondear un conjunto perfecto. Eso sí, en las otras versiones el soñador tiene mucha más fuerza, es el eje verdadero de la historia, mientras que aquí Nastenka es quien se lleva la función. El trabajo de Muñoz, que a veces recuerda a Bette Davis, otras a Joan Fontaine, es extraordinario es su energía, en su soltura, en su facilidad para cambiar de registros.


En cuanto a Ángel Gutiérrez, poco se puede decir, porque ese es su estilo. Contención, máximo aprovechamiento de los recursos, un saber estar y una modelación ejemplares. Sí, a veces lo que necesitamos es el teatro más básico, más primitivo si se quiere. Sin rituales ni adornos, una inyección en vena de pasión escénica. 

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