En
Vida en escena no nos gustan las críticas destructivas. Por
muy poco que nos haya gustado un espectáculo, y aunque no lo
ocultemos, siempre tratamos de buscar los aspectos positivos, o
comentamos las reacciones de complacencia del público, pese a que no
las compartamos. Creemos que no merece la pena malgastar el tiempo y
las fuerzas en derribar ilusiones ajenas, pero tratamos de mantener
un equilibrio para no engañar. Es nuestra opinión, pero seguro que
hay otras, venimos a decir. Pero el caso es que una obra como Solas no más no hay por dónde agarrarla (por no usar otra palabra que
en su significado argentino podría llevar a equívocos).
De
hecho, nos hemos planteado si ni tan siquiera deberíamos hablar de
ella, pues nada bueno podemos decir. Pero al final nos hemos decidido
por publicar esta nota debido a la repugnancia, aunque suene un poco
fuerte, que nos provocó. La obra es tan retrógrada, tan troglodita,
que durante al menos la mitad del tiempo estuvimos pensando que todo
era una broma y que enseguida se daría la vuelta de tuerca que
pondría las cosas en su sitio (somos así de optimistas). Pero no,
resulta que es así de simple.
La
tosquedad de la muy deficiente serie británica Miranda parece
el colmo de la sutileza comparado con lo propuesto por Jorge Acebo
(también director), Matías Herrera y Javier Daulte. Por cierto, ¿es
realmente Javier Daulte Javier Daulte? Nos gustaría saber que
chantaje, amenaza o trastorno transitorio le ha podido llevar a
mezclar su nombre en este engendro. La cosa empieza con unos vídeos
que ya se hacen excesivamente largos para una obra tan corta (10 y 60
minutos respectivamente). Pero bueno, pese a ser unos discursos algo
tópicos hasta pueden provocar una sonrisa. Y luego suena Björk, así
que piensas que a lo mejor vas a encontrarte algo interesante.
Pero
entonces empieza la obra. Dos mujeres intentando desesperadamente
conseguir un hombre. Vale, suena oldfashion, pero bien llevado puede
tener su intríngulis. Desde luego, no es el caso. Las dos mujeres
son dos histéricas, repulsivas, patéticas. Y no sabemos tampoco por
qué Eva Coscia y Natalia Moya han consentido en mezclarse con esto,
un mínimo de sentido de la decencia las habría obligado a salir
huyendo. Están fatal, pero es que no creemos que ni Vanessa Redgrave
saldría viva del empeño. Para rematar, luego aparece Aitor Li, y el
espectador piensa, no serás capaces, no se atreverán, no harán
chistes sobre discapacitados. ¡Anda que no! Ni tan siquiera creo que
se agarren a lo de la provocación o la transgresión, todo es tan
chabacano que parece salido de una comedieta de hace cuarenta años,
de esas que vista ahora provocan vergüenza ajena. Lo mismo pasa con
esta obra.
Un
detalle sobre la puesta en escena: en los monólogos, se apagan el
resto de las luces y un foco ilumina al actor mientras declama.
Era
la primera vez que íbamos al Teatro Conde Duque (nos da que
tardaremos en volver), así que para terminar, algunas palabras sobre
el recinto (además, irán acordes al resto de la reseña). Ya le va
a ser difícil librarse de la certera calificación de Roger Salas
(“un salón de actos con pretensiones”), es un espacio raro en su
situación, un poco desconcertante, y una vez ya sentados, tan simple
que no parece ni que haya sido necesaria la intervención de un
arquitecto para planificarlo, de una sosería plena, en fin. En
cuanto a la acústica, a lo mejor fue casualidad, pero se oía mejor
al típico espectador que comenta las escenas más “saladas” y
que se ríe estertóreamente que a las actrices.
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