Es
paradójico que muchas ficciones sobre la fugacidad de la vida se
hagan largas como una condena eterna. No es el caso de Perséfone,
que apenas llega a la hora y media (sin agobiar al espectador), pero
en esta ocasión la obra también sufre sus propias contradicciones.
Por una parte, el tema escogido (“la muerte”, nada menos) es uno
de los más ambiciosos que se puedan plantear. Sin embargo, el texto
nunca está a la altura, y más allá de banalidades previsibles y de
algunas entonaciones que aspiran a lo clásico y se quedan en lo
retumbante, nada nuevo ni verdaderamente profundo se puede sacar del
espectáculo. Pero es que además Perséfone tiene otra
intención: ser divertida. No decimos que esto sea imposible, pero sí
muy difícil, y Comediants fracasa en su intento de ser graciosos a
toda costa.
ÀngelsGonyalons ejerce de Perséfone carabetera ganándose el aprecio del
público en cuanto empieza a cantar. No sabemos qué tiene el público
madrileño con esto de las canciones, pero basta que un actor se
ponga a hacer gorgoritos, ya sea bien, mal o patéticamente, que el
espectador se lo agradece con generosidad. Quizá se deba a su total
falta de preparación (y siempre se agradece más lo que uno es
consciente de no saber hacer), pero en cualquier caso Gonyalons canta
estupendamente, así que ya tiene a la audiencia en su bolsillo desde
el principio. Lástima que las letras de las canciones no tengan
consistencia y tengamos que limitarnos a admirar una voz que se queda
sin gran cosa que decir.
La
otra presencia continúa en el escenario es la del músico RamónCalduch. Será fácil achacar también a la crisis el hecho de que
cada vez sea más frecuente el hecho de que un solo músico se
encargue del trabajo de toda una orquesta. En esta ocasión, Calduch
toca guitarras acústicas y eléctricas, un saxofón, un vibráfono y
numerosas percusiones, además de acompañar con la voz en algunas
canciones. Más que virtuosismo, que obviamente también lo hay,
parece una muestra de aquello de hacer de la necesidad virtud.
El
resto del reparto también multiplica sus funciones. Cantan, bailan
un poco, hay alguna acrobacia y hasta hacen chistes. No queremos ser
injustos, pero también es verdad que lo que más nos gustó fueron
las máscaras, muy bien hechas, expresivas y cómicas. Parece que la
labor de Joan Font, tan marcada a lo largo del tiempo, a veces se
difumina en constantes reconocibles y apreciables, pero con el riesgo
de caer en la rutina... en el peor momento.
En
algunos de sus artículos para La Antorcha, Karl Kraus se burlaba
del “espectáculo total” de Wagner porque en su opinión tanta
solemnidad y tanta trascendencia se venían abajo cuando los actores
comenzaban a cantar. Quizá debido a su experiencia operística, Font ha tratado de aligerar una probable
pomposidad a través de números de varietés, sentido del humor e
inventiva. Se agradece el esfuerzo (muy vivamente lo hizo el público
del estreno, quizá por la citada pasión musical), pero hay que
lamentar la falta de inspiración.
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