jueves, 3 de noviembre de 2011

Perséfone (Teatro María Guerrero)


Es paradójico que muchas ficciones sobre la fugacidad de la vida se hagan largas como una condena eterna. No es el caso de Perséfone, que apenas llega a la hora y media (sin agobiar al espectador), pero en esta ocasión la obra también sufre sus propias contradicciones. Por una parte, el tema escogido (“la muerte”, nada menos) es uno de los más ambiciosos que se puedan plantear. Sin embargo, el texto nunca está a la altura, y más allá de banalidades previsibles y de algunas entonaciones que aspiran a lo clásico y se quedan en lo retumbante, nada nuevo ni verdaderamente profundo se puede sacar del espectáculo. Pero es que además Perséfone tiene otra intención: ser divertida. No decimos que esto sea imposible, pero sí muy difícil, y Comediants fracasa en su intento de ser graciosos a toda costa.


ÀngelsGonyalons ejerce de Perséfone carabetera ganándose el aprecio del público en cuanto empieza a cantar. No sabemos qué tiene el público madrileño con esto de las canciones, pero basta que un actor se ponga a hacer gorgoritos, ya sea bien, mal o patéticamente, que el espectador se lo agradece con generosidad. Quizá se deba a su total falta de preparación (y siempre se agradece más lo que uno es consciente de no saber hacer), pero en cualquier caso Gonyalons canta estupendamente, así que ya tiene a la audiencia en su bolsillo desde el principio. Lástima que las letras de las canciones no tengan consistencia y tengamos que limitarnos a admirar una voz que se queda sin gran cosa que decir.


La otra presencia continúa en el escenario es la del músico RamónCalduch. Será fácil achacar también a la crisis el hecho de que cada vez sea más frecuente el hecho de que un solo músico se encargue del trabajo de toda una orquesta. En esta ocasión, Calduch toca guitarras acústicas y eléctricas, un saxofón, un vibráfono y numerosas percusiones, además de acompañar con la voz en algunas canciones. Más que virtuosismo, que obviamente también lo hay, parece una muestra de aquello de hacer de la necesidad virtud.


El resto del reparto también multiplica sus funciones. Cantan, bailan un poco, hay alguna acrobacia y hasta hacen chistes. No queremos ser injustos, pero también es verdad que lo que más nos gustó fueron las máscaras, muy bien hechas, expresivas y cómicas. Parece que la labor de Joan Font, tan marcada a lo largo del tiempo, a veces se difumina en constantes reconocibles y apreciables, pero con el riesgo de caer en la rutina... en el peor momento.


En algunos de sus artículos para La Antorcha, Karl Kraus se burlaba del “espectáculo total” de Wagner porque en su opinión tanta solemnidad y tanta trascendencia se venían abajo cuando los actores comenzaban a cantar. Quizá debido a su experiencia operística, Font ha tratado de aligerar una probable pomposidad a través de números de varietés, sentido del humor e inventiva. Se agradece el esfuerzo (muy vivamente lo hizo el público del estreno, quizá por la citada pasión musical), pero hay que lamentar la falta de inspiración.

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