Se
podría decir que no hay Hamlet
malo. Como decía Borges, incluso de la peor representación de este
clásico, se podría sacar algo de provecho. Pero, como
contrapartida, un montaje redondo de “la obra de las obras”
debería suponer algo así como el éxtasis para el aficionado
teatral. El Hamlet
de Will Keen y María Fernández Ache es clara, limpia, diríamos que
didáctica. Pero también tenemos que confesar que lo que tiene de
esencial, lo pierde en apasionamiento. Todo lo que vemos nos
convence, pero no nos conmueve como debería hacerlo un texto de esta
categoría.
Desde
el principio parecemos penetrar en el mundo de Donnellan y Ormerod.
La activa escenografía de Paco Azorín es similar a la usada
habitualmente por Cheek by Jowl (incluidas las sillas
multifuncionales), y la segunda escena, con la rueda de prensa de
Claudio es genuinamente donnelliniana.
Quizá
todo eso influya para que echemos en falta la presencia de Keen
también en el escenario, pero pronto Alberto San Juan esquiva todas
las comparaciones. Su interpretación es tan particular que de ella
hemos oído lo mejor y lo peor, y lo cierto es que no sabemos muy
bien cómo valorarla. Tiene fuerza y energía, pero es cierto que a
veces demasiada.
Como todo en la obra, su declamación es transparente y llega muy
bien al oído, pero es sabido que es fácil desbarrar con un
personaje como el de Hamlet (o, en el extremo opuesto, quedarse
demasiado corto). San Juan juega siempre al extremo y sobre todo en
la parte final se desliza demasiado hacia el histrionismo, pero en
conjunto valoramos una creación personal de gran desgaste e
inventiva.
Confesamos
que dada nuestra debilidad por Pedro Casablanc a priori nos temíamos
que se iba a llevar la obra de calle. Sin embargo, en su primera
intervención al actor se le traspapelaron las líneas y aunque supo
recuperarse, quedó durante toda la representación cierta impresión
de inseguridad. De igual manera, la Gertrudis de Yolanda Vázquez
tiene poca presencia, solo en la excelente escena del dormitorio
consigue transmitir algo de su atracción, que debería ser central.
Por
otra parte, para nosotros la gran revelación de la función fue
Javivi Gil Valle, que desarrolla un Polonio con gracia, coherencia y
agilidad. En los mejores momentos del montaje siempre está él, y no
parece casualidad. También es muy hábil la utilización de Antonio
Gil y Secun de la Rosa en múltiples papeles. No tiene que ser fácil
dar fluidez a su continua entrada y salida de escena, cada vez como
una pareja diferente, y logran marcar las diferencias con pequeños
apuntes. Mención especial para el sepulturero de Gil, que traslada a
la perfección la habilidad de Shakespeare para la diversidad de
tonos.
Ofelia
siempre nos ha parecido un personaje especialmente difícil, y Ana Villa tiene que hacerle frente sin trucos. En la escena de su
desesperación cae en los mismos embrollos que San Juan. Pau Roca y
Pablo Messiez tienen los papeles menos agradecidos y no parecen
capaces de exprimirlos al máximo.
Junto
a la interpretación de Javivi, lo que más recordaremos de este
montaje es la versión de Fernández Ache. Hamlet
se ha convertido casi en una colección de greatest
hits
y cada espectador tiene su propia versión ideal. Lo que hay que
valorar de este trabajo es su habilidad para hacer diáfano un texto
tan complejo, resaltado por la labor de desescombro de Keen. La
tragedia llega de una manera inmediata, casi diríamos que como un
Hamlet
para novatos. Pero nosotros valoramos la sencillez por encima de
todo, así que no podemos menos que acoger con agrado una propuesta
humilde pero que se atreve a llegar al corazón de la obra sin
alharacas.
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