Pasando
por alto, una vez más, el tan denostado “cine de calidad”,
criticado en gran medida por su teatralidad y otros asuntos que no
nos interesan ahora; y a Sacha Guitry, porque nos interesa demasiado
y corremos el peligro de que si empezamos por aquí no terminaríamos,
pasamos directamente a la nouvelle vague, que cuando se hizo
con la hegemonía ideológica del cine francés siguió teniendo en
el teatro un elemento básico de su concepción cinematográfica.
Baste citar las impúdicamente teatrales películas de Resnais
(¿sería demasiado aventurado lanzar una nueva interpretación sobre
El año pasado en Marienbad?: un grupo teatral que ensaya un
nuevo montaje), director que sigue en ello; o tentativas como la de
Truffaut en su El último metro (como esta película, más
cercana al cinéma qualité que a la nueva ola o cualquier
noción de cine moderno, pondría en duda la teoría que venimos
manteniendo sobre la fuerza de las películas con este tema, mejor
pasémosla por alto... aunque sí es apropiado recordar que Truffaut
bautizó a su productora Les Filmes du Carrosse en honor a la
película de Renoir). Y por citar a alguien nacido después de la
invención del sonoro, podemos mencionar a la pareja Jaoui-Bacri,
cuyas películas están marcadas radicalmente por su condición de
actores-escritores (y que no por casualidad colaboraron con Resnais
en On connaît la chanson, a la que sería arduo adjudicar la
autoría); y también puede venir a cuento François Ozon, con su
declarada herencia fassbinderiana, o su aproximación al teatro más
convencional en 8 mujeres.
Pero
sin duda, quien mejor ha sabido ver y mostrar esta fructífera
relación incestuosa entre cine y teatro, tanto teóricamente como en
la práctica, ha sido Jacques Rivette.
Esta
huella es visible en todo su cine, ya desde su primer largometraje,
París nos pertenece, cuya trama (que incluye otro de los
temas habituales en su cine, una conspiración para dominar el mundo,
frikismo avant la lettre), podría dar tanto para un
bestseller como para una interpretación abstracta, en la que
la representación de Pericles juega un papel primordial. Como
suele pasar con este director, el argumento es apasionante y durante
el visionado de sus casi dos horas y media el espectador asiste con
fascinación a un juego lleno de efectos, pero revisionada con
frialdad (algo nunca aconsejable), a estas alturas París nos
pertenece padece ese terrible síntoma de la pólvora mojada.
Pese a estos defectos, París sigue manteniendo un gran valor
epifánico, mientras que bastante peor es La religiosa,
adaptación pura de una novela de Diderot, que si no nos lo dijeran
creeríamos que era una obra de teatro, en la que el director se
queda en lo escénico (no en vano, unos años antes Rivette había
dirigido una representación teatral), y precisamente lo que le
funciona es la mezcla de medios, por lo que aquí el resultado es más
bien pobre, al no haber definido todavía Rivette, aún en fase de
tanteo, sus ideas de puesta en escena. Para Hélène Deschamps, en su
pormenorizado análisis de L’Amour fou, la clave de la
visión cinematográfica de Rivette es que “la trama se desarrolla
por consecuencia de la captación de la realidad no de su
construcción”, principio de una gran originalidad que en este caso
nuestro autor no siguió. Conclusión: lo importante es la suma, la
fidelidad no es aconsejable ni para las monjas.
Céline y Julievan en barca es otro de sus experimentos de difícil
interpretación, en el que el universo teatral alcanza un simbolismo
al borde de lo surreal, de nuevo mezclado con la magia y lo
paranormal: efectivamente, todo esto del teatro es una cosa muy rara,
y si el espectador trata de desvelar todas sus claves, puede acabar
exhausto tanto física como mentalmente; mejor pues disfrutar, nada
más y nada menos. Finalmente llegamos a Vete a saber, que
desde el título se puede considerar como un resumen de toda la obra
del autor, aunque aquí, por lo menos a primera vista, Rivette se
muestra más accesible. Cuando se dice que esta película está
inspirada en La carroza de oro, no se hace referencia a los
términos habituales que supondrían un remake, o en el mejor
casos eso de “una visión personal”, sino que es literalmente una
inspiración: poco queda del argumento original (apenas alguna
referencia, como el nombre de la actriz, Camille), pero el esprit,
algo tan difícil de definir, es el mismo que en Renoir.
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