miércoles, 4 de julio de 2012

Teatro y Cine IV. Jacques Rivette (1)


Pasando por alto, una vez más, el tan denostado “cine de calidad”, criticado en gran medida por su teatralidad y otros asuntos que no nos interesan ahora; y a Sacha Guitry, porque nos interesa demasiado y corremos el peligro de que si empezamos por aquí no terminaríamos, pasamos directamente a la nouvelle vague, que cuando se hizo con la hegemonía ideológica del cine francés siguió teniendo en el teatro un elemento básico de su concepción cinematográfica. Baste citar las impúdicamente teatrales películas de Resnais (¿sería demasiado aventurado lanzar una nueva interpretación sobre El año pasado en Marienbad?: un grupo teatral que ensaya un nuevo montaje), director que sigue en ello; o tentativas como la de Truffaut en su El último metro (como esta película, más cercana al cinéma qualité que a la nueva ola o cualquier noción de cine moderno, pondría en duda la teoría que venimos manteniendo sobre la fuerza de las películas con este tema, mejor pasémosla por alto... aunque sí es apropiado recordar que Truffaut bautizó a su productora Les Filmes du Carrosse en honor a la película de Renoir). Y por citar a alguien nacido después de la invención del sonoro, podemos mencionar a la pareja Jaoui-Bacri, cuyas películas están marcadas radicalmente por su condición de actores-escritores (y que no por casualidad colaboraron con Resnais en On connaît la chanson, a la que sería arduo adjudicar la autoría); y también puede venir a cuento François Ozon, con su declarada herencia fassbinderiana, o su aproximación al teatro más convencional en 8 mujeres.

Pero sin duda, quien mejor ha sabido ver y mostrar esta fructífera relación incestuosa entre cine y teatro, tanto teóricamente como en la práctica, ha sido Jacques Rivette.

Esta huella es visible en todo su cine, ya desde su primer largometraje, París nos pertenece, cuya trama (que incluye otro de los temas habituales en su cine, una conspiración para dominar el mundo, frikismo avant la lettre), podría dar tanto para un bestseller como para una interpretación abstracta, en la que la representación de Pericles juega un papel primordial. Como suele pasar con este director, el argumento es apasionante y durante el visionado de sus casi dos horas y media el espectador asiste con fascinación a un juego lleno de efectos, pero revisionada con frialdad (algo nunca aconsejable), a estas alturas París nos pertenece padece ese terrible síntoma de la pólvora mojada. Pese a estos defectos, París sigue manteniendo un gran valor epifánico, mientras que bastante peor es La religiosa, adaptación pura de una novela de Diderot, que si no nos lo dijeran creeríamos que era una obra de teatro, en la que el director se queda en lo escénico (no en vano, unos años antes Rivette había dirigido una representación teatral), y precisamente lo que le funciona es la mezcla de medios, por lo que aquí el resultado es más bien pobre, al no haber definido todavía Rivette, aún en fase de tanteo, sus ideas de puesta en escena. Para Hélène Deschamps, en su pormenorizado análisis de L’Amour fou, la clave de la visión cinematográfica de Rivette es que “la trama se desarrolla por consecuencia de la captación de la realidad no de su construcción”, principio de una gran originalidad que en este caso nuestro autor no siguió. Conclusión: lo importante es la suma, la fidelidad no es aconsejable ni para las monjas.

Céline y Julievan en barca es otro de sus experimentos de difícil interpretación, en el que el universo teatral alcanza un simbolismo al borde de lo surreal, de nuevo mezclado con la magia y lo paranormal: efectivamente, todo esto del teatro es una cosa muy rara, y si el espectador trata de desvelar todas sus claves, puede acabar exhausto tanto física como mentalmente; mejor pues disfrutar, nada más y nada menos. Finalmente llegamos a Vete a saber, que desde el título se puede considerar como un resumen de toda la obra del autor, aunque aquí, por lo menos a primera vista, Rivette se muestra más accesible. Cuando se dice que esta película está inspirada en La carroza de oro, no se hace referencia a los términos habituales que supondrían un remake, o en el mejor casos eso de “una visión personal”, sino que es literalmente una inspiración: poco queda del argumento original (apenas alguna referencia, como el nombre de la actriz, Camille), pero el esprit, algo tan difícil de definir, es el mismo que en Renoir.



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