Las
más entusiastas recomendaciones nos llevaron hasta Mejorcita de lo mío,
y aunque a nosotros no nos gustó casi nada, repetiríamos la
recomendación a un público bastante amplio. Entre otras cosas,
porque la Sala Triángulo estaba a reventar y durante toda la función
no pararon las carcajadas (reconocemos que ver a la gente
inclinándose de atrás hacia adelante como si estuvieran recitando versículos de la Bíblia nos hacía más gracia que lo que se
decía en el escenario), se notaba una concordancia total en los
momentos más emotivos, y al final hubo una explosión de aplausos
con casi toda la grada puesta en pie.
Por
eso salimos cabizbajos. Tanta gente pasándoselo bien a nuestro
alrededor, y nosotros sin encontrarle el punto. Y, precisamente,
porque somos así. Neuróticos, se entiende. Entre neuróticos e
histéricos hay una inquina de la que nadie habla, pero que sin caer
en paranoías a nosotros nos parece bastante evidente. Así que un
espectáculo como Mejorcita,
sobre los desvaríos de una histérica, no nos hace gracia: nosotros
damos mucho más juego que una chica gritona que no para de quejarse.
Y
eso que al principio parecía que la cosa iba por el buen camino.
Pilar Gómez enseguida se hace con toda la atención (incluso
mientras los espectadores buscan sus asientos con algo de torpeza,
estos histéricos) y demuestra que tiene simpatía y un gran poder de
atracción. Pero pronto da las primeras muestras de su mal. La escena
de su parálisis ya nos enseña que vamos a ver una de estas obras en
las que pequeños males privados se convierten en grandes dramas
universales. Hace poco vimos en Un feliz acontecimiento
como una madre convierte el nacimiento de su primer hijo en el fin
del mundo... mientras el espectador se dedica a hacer cuentas.
Gómez
bascula entre cantos a la vida y descensos a la desesperación,
siempre con fondo filosófico y con barniz cómico, pero ni en uno ni
en otro caso nos convence. Reconocemos el talento y el ímpetu de la
actriz, pero lamentamos que estén puestos al servicio de una obra
que cae en la desmesura por las dos vertientes (aunque, como decimos,
es una apreciación muy personal, seguro que el 90% de los
espectadores salió encantado con la experiencia).
El
montaje se nos hundió definitivamente en la parte del globo
terráqueo y la falsa carta del Jefe Seattle. Aquí de la histeria
Gómez se desliza peligrosamente hacia el moñismo, y aunque de vez
en cuando intenta escapar con buenas salidas (las referencia a
Huelva, por ejemplo), no acaba de despegar. Otra oportunidad perdida
es la conversación con José Manuel. Hubiera sido una fantástica
ocasión para poner en evidencia las contradicciones y debilidades
del discurso de la actriz, pero se convierte en un fácil recurso
para que pueda seguir justificándose a sí misma y reivindicarse en
su exageracionismo.
Al
final la falta de equilibrio se manifiesta sin contrapesos. Primero
viene la escena de depresión absoluta y autoindulgente, y luego la
reivindicación nietzscheniana de la vida. Lo sentimos, pero no nos
creemos ninguno de los extremos. Y eso que los comentarios más
repetidos al finalizar la función serían los de “cuántas veces
me habré sentido yo así, lo entiendo perfectamente”, y que sí se
nota que Gómez ha puesto mucho de sí misma en el papel, pero puesto
en escena, nos parece forzado, sin vuelo dramático.
El
trabajo de Fernando Soto en la dirección es integral con la
interpretación de Pilar Gómez. Ambos saben cuál es el punto
central de la función y no se distraen con juegos escénicos ni
alardes de ningún tipo. Sí que nos gustaría destacar el buen
trabajo lumínico de Marta Graña y Soto y la colaboración técnica
de “Raúl”. Después de cinco años con este espectáculo, todavía no se notan automatismos ni desfondos, lo que nos hace pensar que también hay un público reincidente cuyas recomendaciones pueden hacer este espectáculo... eterno.
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