lunes, 28 de enero de 2013
Maridos y mujeres (Teatro de la Abadía)
Entramos en situación sin previo aviso. Los personajes se presentan de forma cordial. La primera escena no puede ser más clara: una pareja anuncia a sus mejores amigos que se separa. Diálogos ingeniosos. Seres humanos en el escenario. Miranda Gas toca la guitarra mientras canta What Is This Thing Called Love? El resto de los actores escriben al fondo: Maridos y mujeres, de Woody Allen. Todas las cartas están sobre la mesa.
Una de las virtudes de Àlex Rigola, no fundamental pero sí enriquecedora, es su capacidad para enganchar desde el principio. Sinceramente, no sabemos cómo lo consigue, porque todo es tan sencillo que no hay truco que descubrir ni trampa que desmontar. Pero de alguna manera, cuando vemos al extraordinario reparto colocarse junto al enunciado, ya sabemos que nos lo vamos a pasar en grande.
En esta ocasión, la puesta en escena de Rigola es casi invisible. Incluso la discutible solución de colocar a un grupo de espectadores en sofás situados en el meollo de la acción para subrayar nuestra condición de público-voyeur adquiere naturalidad a lo largo del montaje. Rigola es lo suficientemente astuto como para saber que con un texto como el de Allen (con una perfecta adaptación del propio Rigola) y unos actores como de los que dispone, lo mejor que puede hacer es dar un paso atrás y limitarse a dar la fluidez y el aire necesario para que los personajes se apoderen de la función.
Y sería difícil imaginar un reparto más redondo que el de esta función. Luis Bermejo tiene que defender al personaje más ingrato, al escritor taimado y algo ruin que siempre mete la pata. Y Bermejo sale airoso con los mejores puntos cómicos de la función, con una variedad de tonos sutil pero altamente efectiva. Aunque sea el personaje que peor sale parado a lo largo de la obra, también es capaz de mantener la integridad y de alguna manera redimirse: después de todo, el el autor de Maridos y mujeres, y le ha salido francamente bien.
Miranda Gas, que en principio tenía el envite casi imposible de enfrentarse a unos compañeros más curtidos, también logra una interpretación sobresaliente. Incluso en su papel de chica boba está convincente cuando se defiende del novio intelectual que la menosprecia. Pero su punto fuerte está cuando se transforma en joven escritora que canta las cuarenta al personaje de Bermejo, o cuando interactúa con el público con la mayor naturalidad.
Nuria Mencia conserva su capacidad para integrar la excentricidad dentro de la normalidad. Tan pronto parece ajena a todo lo que le rodea como se muestra incapaz de actuar con racionalidad. Es muy difícil conseguir este equilibrio en el que un personaje parece actuar a golpe de caprichos y a la vez ser coherente, pero Mencia es tan humana que también parece que a su Carlota la conozcamos de toda la vida.
Elisabet Gelabert tiene la evolución más rica, desde la indiferencia simulada del principio hasta la asunción de sus limitaciones del final, pasando por la indignación de la traicionada, la felicidad de la libertad y la decepción de las expectativas. Y en cada caso transmite su estado de ánimo sin exhibicionismo, con una simpleza cautivadora.
Israel Elejalde tiene un personaje al que le cuesta carburar. Durante gran parte de la obra parece ajeno a lo que está sucediendo, como un desencadenante que tras la explosión queda desactivado. Pero en el último tramo vuelve a adquirir centralidad. Tras su excelente trabajo en Doña Perfecta, aquí asume un personaje totalmente diferente pero que sabe acometer con la misma franqueza y energía.
Alberto Jiménez tiene el difícil encargo de interpretar al personaje más anecdótico, solo justificado por un gag magnífico, y después a un personaje algo lateral que no acaba de encajar en el precio mecanismo que forma el resto del grupo. Sin embargo, Jiménez es tan hábil que logra usar esa desventaja en su favor y cuando termina el espectáculo ha logrado convertirse en imprescindible.
Nos hemos centrado en los actores porque el conjunto está a un nivel estratosférico, pero es que el texto es igualmente grandioso. No solo trata lo que se podría considerar “grandes temas” como la insatisfacción de la edad madura o los engaños del amor con una inteligencia incisiva, sino que hace a los espectadores cómplices de una historia que puede suceder en cualquier época y en cualquier lugar, pero que nos hace sentir plenamente implicados, como si fuera una cuestión personal.
En un momento de la función, Miranda Gas, en una de esas tan reconocibles frases allenianas, habla de una pareja que solo consiguió un orgasmo simultáneo cuando el juez les concedió el divorció. Pues en el teatro de la Abadía, al finalizar la función, se produce un orgasmo simultáneo colectivo. Si tenemos en cuenta el predicamento de Allen en España y lo rápido que se correrá la voz sobre la excelencia de este montaje, nos parece que las cinco semanas que estará en cartel van a ser escasísimas. Podría estar años sobre las tablas con reincidencias aseguradas.
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