miércoles, 30 de enero de 2013
El malentendido (Teatro Valle-Inclán)
El montaje ideado por Eduardo Vasco para El malentendido no puede comenzar peor, y aún así a lo largo de la representación apenas logrará elevar el vuelo. Para empezar, no nos atreveremos a calificar como capricho el que se haya dispuesto el escenario del Teatro Valle-Inclán de tal modo que ocupe gran parte del patio de butacas, pero como mínimo sí que nos parece misterioso.
Con esta disposición, las desventajas principales son obvias: primero, como ya que se tiene tanto espacio habrá que utilizarlo, el director opta en diferentes ocasiones a lo largo de la función por disponer a los actores en los extremos del escenario, con lo que propicia el incómodo efecto de partido de tenis. Suponemos que los directores de teatro también son, aunque sea esporádicamente, espectadores de teatro, por lo que no logramos entender por qué algunos se empeñan en poner a los actores a hablarse a 25 metros cuando está comprobado que esto nunca funciona.
El segundo inconveniente es que, con el público rodeando a los actores, estos a menudo dan la espalda a los espectadores. Cuando se intenta minimizar el daño, malo porque los intérpretes no paran de moverse artificialmente. Y cuando se ignora la falta de visión, peor todavía, porque mientras un grupo de espectadores está viendo la función, otro se tiene que limitar a admirar portes. Seremos muy convencionales y anticuados, pero es que cuando vemos una obra de teatro nos gusta verla.
Hay un tercer inconveniente, y es que como los espectadores se sitúan en gradas enfrentadas, si alguien en la primera fila cae en la tentación del sueño, las cabezadas son demasiado evidentes como para pasar desapercibidas. Además, debido al efecto partido de tenis, si en una grada todo el mundo mira en una dirección, desde la otra el punto focal va a ser el de la persona que mantiene la atención fija en el suelo.
Y todavía estamos en la primera escena. Resulta que una madre y su hija, o viceversa, tienen un plan maléfico que les va a solucionar la vida. Ellas ya lo saben, pero aún así se lo cuentan todo una a la otra para que quede claro (al espectador). El truco más viejo y facilón del teatro, pero qué le vamos a hacer. Luego llega otro personaje y, vaya, también se pone a contar a su mujer todo lo que esta ya sabe. Pero este no es el único problema, es que ahora la mujer intenta convencerlo de algo que no viene al caso, y él que no, y ella que sí, y el que no, y ella que sí, con argumentos apenas más elaborados que estos.
Más o menos una hora después, nosotros estábamos divagando (mentalmente, por supuesto), sobre lo que íbamos a cenar más tarde y, no lo ocultaremos, sobre lo que íbamos a escribir aquí. Entonces nos sobrevino una sensación familiar, pero que habíamos dejado atrás hace tiempo: era la misma sensación de desconexión que sentíamos hace tiempo cada vez que íbamos al teatro Pavón a ver una función de la Compañía Nacional de Teatro Clásico.
Camus nos parece un escritor extraordinario. La Historia de la Literatura ya le ha puesto hace tiempo no solo muy por encima de su viejo rival Sartre, sino como uno de los escritores que mejor definieron el siglo XX, así que, como estamos de acuerdo en esta ponderación, no vamos a insistir. Sin embargo, viendo El malentendido podríamos pensar que la obra estaba escrita por un aficionado sin los menores rudimentos de dramaturgia. Es cierto que se trata de su primera obra representada, pero eso no justifica que todo se cuente en lugar de suceder; que los personajes no dialoguen sino que peroren; que los monólogos se conviertan en discursos ejemplarizantes; los símbolos sean manidos y reiterados hasta la naúsea. Es especialmente llamativo en este apartado el uso metafórico del mar, por si hiciera falta resaltado por la pantalla de fondo, que Marta repite una y otra vez como si quisiera que no se le escapara ni a los espectadores que habían caído dormidos.
Sin embargo, Camus ya había escrito antes la extraordinaria Calígula. Y además, esto de poner en duda las habilidades dramáticas de gigantes escénicos ya nos había pasado con anterioridad con autores como Tirso de Molina o Calderón de la Barca, que siempre tenían el mismo gusto y las mismas carencias, así que la responsabilidad va a haber que buscarla en otro lugar. Llevábamos mucho tiempo sin ver nada dirigido por Eduardo Vasco, pero si sus cualidades han mejorado, nuestra recepción sigue siendo igual de pobre.
Tampoco nos gustó el uso plano de la luz, que para mayor escarnio solo varía en escenas como la del monólogo del hermano, tiñéndose de un azul que subraya una escena ya de por sí en el límite de lo obvio, y la música en directo quizá no sea superflua, pero que tampoco es vital y que repite esa intención de hacer más evidente lo que ya está de por sí machaconamente claro.
Así las cosas, lo único que podemos defender es a los actores. Cayetana Guillén Cuervo sabe combinar la frialdad de su personaje con un primer ataque de delicadeza y la final explosión de odio desatado. Julieta Serrano transmite a la perfección su cansancio y las ganas de acabar con todo, y cuando las dos están juntas la relación entre madre e hija gana en matices y complejidades. Ernesto Arias también convence dando la mayor naturalidad posible a su personaje, más allá de sus funciones simbólicas, y hace comprensible su actitud. Sin embargo, Lara Grube es incapaz de hacer verosímil un personaje ciertamente difícil de defender y sus reacciones en la escena final son completamente artificiales.
Al principio de la función nos habíamos acordado de Arsénico por compasión, y a lo largo de la obra lo tremebundo de la cosa nos hizo pensar más de una vez que la línea entre dramón y comedia negra no estaba tan lejos, y que con una pasada de vuelta más podríamos haber estado ante una estimable farsa. Cuando al final aparece Juan Reguilón y dice La Palabra, nos acabó de convencer.
Durante los aplausos finales nosotros nos fijamos en la persona que había dado muestras de estar en un lugar mejor durante la representación. Ahora aplaudía con gran energía y sus cabezadas se habían convertido en vehementes muestras de afirmación. Puro teatro.
(Las capturas de Un rey en Nueva York han sido sacadas de Cinemasparagus.blogspot.com)
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