En
una de la mejores escenas de El lindo don Diego, Mosquito explica a
Beatriz cómo, si quiere ser tomada por una condesa de verdad, debe
hablar usando palabras altisonantes y construcciones alambicadas. Así
nadie entenderá nada, pero antes de reconocer ignorancia, su
culterana prosa será tomada como signo de distinción. Reconocemos
que también nosotros en alguna ocasión nos hemos quedado perplejos
(por no decir en la inopia) escuchando declamaciones de textos
clásicos de los que no nos enterábamos de nada. Pero desde luego,
no es el caso de esta función.
No
sabemos si algo tendrá que ver el que tanto el director, Carles
Alfaro, como gran parte del elenco no sean habituales en las obras
del repertorio clásico, pero lo cierto es que este montaje logra
esquivar un peligro siempre presente en la representación de este
tipo de obras: el de convertirse en teatro museístico, que se puede
admirar fríamente como expresión de antiguos esplendores, pero
totalmente privado de vida, y que por lo tanto solo muy lateralmente
se puede considerar teatro.
Pero
lo cierto es que el resultado es vivificante, fresquísimo,
plenamente contemporáneo (y, además, todo ello sin tener que
recurrir a ridículas actualizaciones de puesta en escena). Desde el
principio, los actores sueltan los versos como si estuvieran en una
screwball comedy. Y lo sorprendente es que pese a la velocidad a la
que recitan y al extrañamiento del verso, todo es percibido con la
mayor naturalidad y, como si dijéramos, sin que perdamos ripio.
Al
excelente trabajo de depuración y agilidad de Carles Alfaro y la
brillante versión de Joaquín Hinojosa, que pule el texto de Agustín Moreto y lo riega
de guiños casi imperceptibles, hay que añadir el valor de un
reparto sin tacha. En principio Raúl Prieto y Edu Soto se nos hacían
extraños en este contexto, pero ambos salvan el desafío con nota.
Prieto mantiene su tono castizo tan característico, pero ese toque
de chulería lo mezcla con una gallardía que si no es natural lo
parece; mientras que Soto evita llevar al personaje de don Diego
hacia el amaneramiento más caricaturesco y dota a las escenas más
cómicas de una gracia genuina.
RebecaValls tiene un verso preciso y una compostura que nunca desentona, y
Natalia Hernández una vez más demuestra que es una de las mejores
cómicas del teatro español, esta vez encarnada en una especie de
Katharine Hepburn del siglo XVII. Por su parte, los personajes más
puramente de “graciosos” están perfectamente llevados por Carlos Chamarro, un Puck picaresco, y Vicenta Ndongo, cuyos ataques de
dignidad suponen algunos de los mejores momentos de la función.
No
podemos dejar de mencionar a Javivi Gil Valle, que ejecuta a la
perfección sus funciones de autoridad en medio del caos; a Cristobal Suárez cuya presencia se impone en los momentos más tensos de la
función; y a Óscar de la Fuente, que tiene el personaje menos
lucido pero que asume su función con soltura.
En
un montaje que parece en estado de gracia, vuelve a brillar una vez
más el trabajo escenográfico de Paco Azorín, que con un
aparentemente sencillo juego de estructuras y espejos da complejidad
a la sencillez. También funcionan a diversos niveles la iluminación
de Pedro Yagüe y el vestuario de María Araujo, que sacrifica la
unidad de concepto para favorecer la identificación de caracteres,
sin por ello perder en estilo.
El
teatro clásico se puede pervertir pasándose de respetuosos o
pasándose de innovadores. Como hemos dicho más arriba, también se
puede conservar en formol, repitiendo los mismos tópicos y clichés
desde no se sabe cuándo (desde luego, no desde su representación
original). Muchos pueden pensar que ese es el verdadero teatro aúreo,
el que se debe ver desde el reclinatorio y que, además de ser
antiguo, parezca antiguo. Nosotros nos quedaremos siempre con un
teatro clásico como el que propone El lindo don Diego. Desenfadado,
creativo y, sobre todo, tremendamente divertido.
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