Chéjov
es aburrido. Intrínsecamente tedioso. Pelma hasta la extenuación.
No sabemos si en las escuelas de teatro se enseña esto o si los
directores lo aprenden por sí mismos, pero parecen empeñados en
dejárselo claro a los espectadores, que ingenuos ellos pueden pensar
que se trata de un autor fascinante. Sus personajes se aburren,
cierto, y lo dicen. Por eso no hace falta que nos lo recalquen con
tiempos muertos y dilatación de las escenas. Pero la mayoría de los
montajes actuales se empeñan en mostrar en la práctica que el mundo
chejoviano es un tostón.
Tenemos
que reconocer que es algo muy fácil de transmitir en teatro, quizá
el sentimiento más sencillo de reflejar, y quizá por eso, frente a
otras opciones más audaces, se ha impuesta esta visión monolítica.
Que Chéjov sea uno de los grandes genios de la dramaturgia debe de
ser secundario, porque si no nos lo presentarían como nuestro
contemporáneo, y no como ese autor decimonónico (el en peor sentido
del término que se le quiera dar) digno de admirarse tras una
vitrina, pero que no es ajeno. Frío, disquisitivo,
ultrarracional, y sin apenas espacio para la emoción.
No
es que esperáramos de este montaje presentado en el ciclo Una mirada
al mundo del Centro Dramático Nacional por el Teatro del Arte de Moscú una
visión transgresora, ni que pidamos actualizaciones de vestuario,
decorados o diálogos. Aunque sí que es cierto que lo que nos
cuentan en este montaje podría haberse hecho en como mínimo la
mitad de tiempo sin perder en profundidad. Pero rogamos por un Chéjov
al que, sin perdérsele el respeto, también le veamos su parte
humana, en el que la pasión subterránea, si no subrayada, al menos
sea intuida. Un Chéjov con vida, o al menos con vidilla. Un Chéjov
para el que por una vez dejemos apartada la admiración y podamos
sentir el drama a flor de piel.
Esta
puesta propiamente rusa de El duelo comienza como habrían enseñado
en esas escuelas de las que hablábamos al principio: mostrando que
Vania se aburre. El montaje es diáfano, con unas escenas
diseccionadas con un afán forense que facilita que todo quede
meridianamente claro. Es un apreciable trabajo de depuración,
lastrado por cierto estatismo, que cuya primera parte puede
apreciarse de manera teórica y en el que es digna de admiración la
labor de destilación y un buen sentido del humor que aligera lo que
de melodramático podría tener la acción.
Pero
entonces empieza la segunda parte y caemos de lleno en la pomposidad.
Cuando vimos la escena del monólogo con foco casi no nos lo podíamos
creer. Un recurso que ya estaba pasado de moda en tiempos de Chéjov
y que creemos que le habría espantado, si no es usado de manera
irónica. Pero es que la cosa ya se había puesto metafísica y
profunda, dos de los tonos que más detestamos en el teatro, solo al
alcance del simbolismo. Cuando el diácono y el protofascista se
ponen a discutir de lo humano y lo divino, nos creímos en medio de
una perorata propia del peor autor alemán. Es un momento de
desconexión del que es difícil recuperarse, pero el director, Anton
Yakovlev, opta por poner el foco, nunca mejor dicho, en estas
torturas del alma, mientras que se ventila la escena de la
reconciliación como si fuera un “buenas tardes”. Está claro
dónde están puestas sus prioridades.
El
trabajo de los intérpretes se ve marcado por la misma meticulosidad
que la adaptación. Pese a las dificultades del idioma y la manera
particular de actuación de las compañías rusas, se perciben todos
los matices que van del explosivo Laevski de Anatoli Beliy al
distante e implacable Von Koren de Evgeni Miller. Natalia Rogozhkina
tiene que hacer frente a una Nadezhda que va cambiando de actitud un
poco por exigencias del guión, sin demasiadas explicaciones, y
consigue mantener la coherencia en el intento, mientras que Olga
Vasil'eva se llevó un aplauso espontáneo por su reprimenda cómica.
Dmitri Nzarov y Valeri Troshin ejecutan con donaire dos personajes
típicamente rusos, el doctor que intenta ayudar a todos y que mezcla
su inclinación por la buena vida con los reproches por la mala vida
de los demás, y el monje medio loco que acaba ejerciendo como voz de
la conciencia y de los valores superiores.
La
obra vuelve a recuperar algo de tono en la tensa escena del duelo y
en la despedida, con todos los personajes hundidos y una perspectiva
para la que hay que ser muy optimista si se quiere atisbar algo de
esperanza. Yakovlev, solamente con recursos escénicos y con la ayuda
de la eficaz escenografía de Nikola Slobodyanik y de la bonita
música de Alexander Manotskov, consigue transmitir una belleza,
ciertamente fría, y un tono de fin de época de manera más
emocional de lo que había demostrado hasta entonces.
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