Cuando hacia la mitad de la función de La fiebre, el protagonista se define a sí mismo como “humanista, empático, contrario a la violencia”, de golpe parece reaccionar a un comentario del público y se exalta gritando “¿Quién ha dicho que no soy contrario a la violencia?”. Casi nos sentimos interpelados directamente, solo que lo que nosotros estábamos pensado era que no, que no era humanista.
Y esta carencia que nos aleja del personaje de Wallace Shawn, intuida de manera genérica, queda de manifiesto precisamente en un comentario teatral. El protagonista describe una velada como espectador de El jardín de los cerezos en la que se dio cuenta de que para él era imposible conmoverse, implicarse en las cuitas personales de los personajes de la obra de Chéjov cuya mayor preocupación era tener que dejar su casa de campo para irse a vivir a un apartamento de París.
Claro, qué ridículo parece este contratiempo en comparación con los grandes problemas del mundo. Pero es que, dejando aparte que El jardín es una comedia y que Shawn, que participó en la maravillosa Vania en la calle 42, usa este comentario como provocación, esta apreciación desvela un desprecio real por las preocupaciones de la gente corriente. Y todo el mundo tiene derecho a tener sus propios conflictos internos, a sus mezquinos traumas existenciales. Ya es suficientemente exigente tener que apartarse de la felicidad de vivir por la conciencia de las injusticias del mundo, pero estaría bueno que tampoco pudiéramos sufrir por nuestras pequeñas tragedias cotidianas.
En el texto es esa falta de comprensión del ser humano, sacrificado siempre por los ideales, lo que no nos permite empatizar, a nosotros, con el protagonista. Porque toda su proclama es muy sólida, parece tener respuesta para todas las reticencias. Pero también cae sin reparos en la cultura de la queja, y en uno de sus tópicos más irritantes, el tercermundismo. Las grandes ideas, los grandes compromisos, también pueden ser una excusa para la falta de implicación, para el sencillo grito de asco que oculte la desaprensión y la escasez de implicación humana. La solidaridad (ese concepto tan manoseado y desprestigiado) en lugar de la fraternidad.
Y sin embargo hay algunos aspectos que hacen de La fiebre una obra muy estimable. La primera es que, pese a disentir de su discurso o cuestionar la palabrería de su protagonista, el espectador es obligado a reflexionar, a confrontar sus convicciones, a discutir (consigo mismo, si hace falta). No está permitida la posición de superioridad, el encogimiento de hombros cínico. Cuando el protagonista enumera las ideas comunes de sus amigos, el espectador dice sí, sí, sí, no. Pero estos tópicos no pueden ser despachados con una alineación incondicional, hay que hurgar para encontrar una verdadera posición moral a prueba de atajos.
El otro punto fuerte de la representación es sin duda el trabajo de Israel Elejalde. En un montaje limitado, con una dirección sutil de Carlos Aladro que hace un aclarado para que su actor se explaye, Elejalde tiene terreno libre para deslumbrar con su talento. Porque Elejalde es el actor soñado por todo autor: no solo incorpora a la perfección al personaje, sino que su trabajo creativo es extraordinario, ensanchando cada camino entreabierto hasta darle una amplitud inimaginada. Por eso si el personaje de Wallace no consigue ponernos a su lado, Elejalde logra que le comprendamos, que sintamos con él, que, nosotros sí, nos conmovamos con sus miserias personales.
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