lunes, 16 de septiembre de 2013

Taitantos (Teatro Lara)

Si al hablar de La fiebre comentábamos que es intolerable que los Grandes Temas, nos impidan sumergirnos en nuestros mezquinos problemas cotidianos, Taitantos parece una respuesta práctica a esa discutible prohibición. Porque la obra de Olga Iglesias Duran parece el positivo del texto de Wallace Shawn. De hecho, pocos enredos vitales pueden provocar un levantamiento de cejas más condescendiente que los problemas sentimentales de una mujer y sus preocupaciones por la edad y el aspecto físico.

Pero, sin caer en el paternalismo, también es cierto que un embrollo como el que padece esta Susana Duarte da pie a todo tipo de posibilidades cómicas, y Olga Iglesias no desaprovecha ninguna. A través de escenas independientes pero perfectamente engarzadas, las peripecias sentimentales y vitales de Susana se van ganando al espectador que va de carcajada en carcajada hasta un inesperado punto de identificación, por muy diferente que se sea de esta mujer.

Tampoco se trata de uno de esos facilones juegos de “eso también me ha pasado a mí”, sino que Susana tiene su propia carnalidad, una biografía propia en cuya descripción no se ahora ninguna debilidad, ninguna caída en el ridículo más absoluto. La escritura está llena de hallazgos, aunque mejor sería calificarlos de “puntazos”, que coronan un relato coherente y bien medido en el que cada escena supera a la anterior.

Otro punto que relaciona este montaje con La fiebre es el extraordinario trabajo de su protagonista: lo de Nuria González es un festival, un tour de force en el que cada vez se va poniendo los objetivos más altos, y siempre se supera. Además de construir una persona palpable, reconocible, con innumerables recursos interpretativos, añade una habilidad para la imitación de caracteres que van desde el macarrilla andaluz que canta con acento italiano hasta la madre desaprensiva cuya única misión parece hundir aún más a su hija en la miseria. González también sobresale en su mímica, en su habilidad para transmitir estados de ánimo moviendo una mano o cambiar de un estado de ánimo a su opuesto subiendo una ceja.

Nos gustaría saber qué piensa la actriz cuando, desde lo alto del escenario, repasa el patio de butacas y ve una gama completa de caras sonrientes y felices. Desde nuestra limitada posición, nosotros hicimos un barrido y solo veíamos rostros resplandecientes. Y a nuestro alrededor las carcajadas resonaban de manera explosiva. Aplausos espontáneos y comentarios incontenibles daban fe de que el espectáculo estaba consiguiendo su objetivo.

Nos imaginamos la dirección de Coté Soler como la de un director de orquesta que con su batuta marca el ritmo para que el solista de lo mejor de sí. Pero, como cada vez es más habitual, la puesta en escena más que minimalista es abstracta, porque el espectador lo tiene que poner todo. Un solo actor y escenografía parquísima. En realidad una obra de teatro tampoco debería exigir mucho más, pero como opción; si las circunstancias hacen que este sea el modelo único, por mucho empeño que se pongo, la escena teatral se verá empobrecida no solo materialmente, sino que ofrecerá un plato único que, por muy sabroso que sea, siempre dejará con ganas de más.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario