Si
al hablar de La fiebre comentábamos que es intolerable que los
Grandes Temas, nos impidan sumergirnos en nuestros mezquinos
problemas cotidianos, Taitantos parece una respuesta práctica a esa
discutible prohibición. Porque la obra de Olga Iglesias Duran parece
el positivo del texto de Wallace Shawn. De hecho, pocos enredos
vitales pueden provocar un levantamiento de cejas más
condescendiente que los problemas sentimentales de una mujer y sus
preocupaciones por la edad y el aspecto físico.
Pero,
sin caer en el paternalismo, también es cierto que un embrollo como
el que padece esta Susana Duarte da pie a todo tipo de posibilidades
cómicas, y Olga Iglesias no desaprovecha ninguna. A través de
escenas independientes pero perfectamente engarzadas, las peripecias
sentimentales y vitales de Susana se van ganando al espectador que va
de carcajada en carcajada hasta un inesperado punto de
identificación, por muy diferente que se sea de esta mujer.
Tampoco
se trata de uno de esos facilones juegos de “eso también me ha
pasado a mí”, sino que Susana tiene su propia carnalidad, una
biografía propia en cuya descripción no se ahora ninguna debilidad,
ninguna caída en el ridículo más absoluto. La escritura está
llena de hallazgos, aunque mejor sería calificarlos de “puntazos”,
que coronan un relato coherente y bien medido en el que cada escena
supera a la anterior.
Otro
punto que relaciona este montaje con La fiebre es el extraordinario
trabajo de su protagonista: lo de Nuria González es un festival, un
tour de force en el que cada vez se va poniendo los objetivos más
altos, y siempre se supera. Además de construir una persona
palpable, reconocible, con innumerables recursos interpretativos,
añade una habilidad para la imitación de caracteres que van desde
el macarrilla andaluz que canta con acento italiano hasta la madre
desaprensiva cuya única misión parece hundir aún más a su hija en
la miseria. González también sobresale en su mímica, en su
habilidad para transmitir estados de ánimo moviendo una mano o
cambiar de un estado de ánimo a su opuesto subiendo una ceja.
Nos
gustaría saber qué piensa la actriz cuando, desde lo alto del
escenario, repasa el patio de butacas y ve una gama completa de caras
sonrientes y felices. Desde nuestra limitada posición, nosotros
hicimos un barrido y solo veíamos rostros resplandecientes. Y a
nuestro alrededor las carcajadas resonaban de manera explosiva.
Aplausos espontáneos y comentarios incontenibles daban fe de que el
espectáculo estaba consiguiendo su objetivo.
Nos
imaginamos la dirección de Coté Soler como la de un director de
orquesta que con su batuta marca el ritmo para que el solista de lo
mejor de sí. Pero, como cada vez es más habitual, la puesta en
escena más que minimalista es abstracta, porque el espectador lo
tiene que poner todo. Un solo actor y escenografía parquísima. En
realidad una obra de teatro tampoco debería exigir mucho más, pero
como opción; si las circunstancias hacen que este sea el modelo
único, por mucho empeño que se pongo, la escena teatral se verá
empobrecida no solo materialmente, sino que ofrecerá un plato único
que, por muy sabroso que sea, siempre dejará con ganas de más.
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