Uno de los grandes valores del teatro es su condición de irrepetible. Por muy ajustado que esté un montaje, no hay dos funciones iguales. Es lo que hace del teatro el arte más vivo. Pero también tiene una contrapartida: nunca podremos volver a disfrutar de un espectáculo en concreto, nunca podremos revivirlo. Solo nos queda la memoria. Y aunque Daniele Finzi Pasca dice que la memoria es la verdad, nosotros no somos tan optimistas. Por eso a veces, durante la función, cuando no nos creíamos toda esa fabulosa verdad que estábamos viendo sobre el escenario, intentamos disciplinarnos: recuerda, memoriza lo que estás viendo, que no se te olvide, intenta grabar estas imágenes en tu cerebro. Porque La verità no se ve todos los días. Ni se volverá a ver.
Si alguna vez hemos visto algo cercano al espectáculo total, eso es La verità. El teatro convencional es lo que ocupa una parte más marginal, aunque Beatriz Sayad tiene su momento para la evocación, y sus payasadas con Rolando Tarquini no se quedan en meros rellenos para hacer tiempo mientras se monta el siguiente número. Pero tampoco es solo circo, una sucesión de novamás sin estructura ni forma. Lo que logra la compañía de Finzi Pasca es un conjunto armonioso y deslumbrante.
No tenemos mucha confianza en nuestra memoria, pero va a ser difícil olvidar las bellísimas imágenes que se suceden a lo largo de las dos horas del espectáculo. La mezcla de la escenografía llena de inventiva y matices de Hugo Gargiulo con la iluminación juguetona del propio Finzi Pasca y Alexis Bowles, unidas a la mágica música de Maria Bonzanigo y al vestuario infinito de Giovanna Buzzi crean una atmósfera etérea que contribuye a que no nos podamos creer lo que nos enseñan los fabulosos artistas de la compañía. A pesar de que la excusa de la obra sea un telón de Dalí, nada tiene que ver este universo con el surrealismo de consumo rápido del pintor. La escena fulgura, cierto, pero la avalancha de sensaciones nunca llega a aturdir. Lo que consigue más bien es que nos despertemos... en un sueño.
Hay algo en la perfección que parece inhumano. Muchas veces puede provocar asombro, pero también frialdad. Sin embargo, en los números circenses, el más mínimo desliz y todo el hercúleo trabajo llevado a cabo queda en las ruinas. Es difícil lograr alcanzar el equilibrio para que un número sea ejecutado sin error alguno, transmitiendo asombro e inverosimilitud, y que a la vez consiga emanar cercanía, una percepción de admiración mezclada con simpatía. La verità no recela del “más difícil todavía”, pero tampoco cae en los fuegos de artificio.
Desde el primer número, un patoso ballet en el que la ridiculez bien asumida se gana al público, todo lo que vendrá será un espectáculo prodigioso que bordea la inverosimilitud. Así, el momento en el que Félix Salas desafía la flexibilidad del cuerpo humano produce grima en el patio de butacas, pero también reconocimiento de lo que se es capaz de hacer con dedicación y unas condiciones extraordinarias. No desgranaremos uno a uno los números de la función, porque todos ellos son dignos de los mayores elogios y se nos acabarían los adjetivos del panegírico. Lo mismo se puede decir de cada uno de los artistas, que parecen capaces de cualquier cosa, desde un juego de malabares que parece más propio de la magia, hasta una sinfonía con vasos que es pura virguería, pasando por las variadas demostraciones de equilibrismo ojiplático.
También nos gustaría destacar el trabajo de unos profesionales a los que raramente se cita: los técnicos. En un montaje tan delicado como La verità, en el que cada milésima de segundo cuenta, la labor de estos técnicos es primordial. Y es que para conseguir un espectáculo total es necesaria la colaboración de todo el equipo, y que todos estén a la altura. Solo una de las múltiples lecciones que deberemos retener de este (esperemos) imborrable montaje.
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