Hasta
la persona más ajena al mundo de la zarzuela ha oído hablar de La verbena de la Paloma. Y no solo eso, sino que, aunque no lo sepa,
también conocerá muchos de sus temas. Por no hablar de giros que
han pasado a la lengua común, como lo de “las ciencias adelantan
que es una barbaridad”, “una morena y una rubia” o “dónde
vas con mantón e Manila” (quizá origen del habitual error
gramatical, por cierto). Como pasa con Arniches, ya no se sabe que
vino primero, si la representación o la realidad, pero el hecho es
que el casticismo de la obra sigue siendo perfectamente reconocible y
disfrutable.
Para
José Carlos Plaza debe de ser una gozada montar espectáculos como
esta sesión doble de Los amores de la Inés y La verbena de la Paloma. Pero no es uno de esos directores que se solazan en el
autohomenaje ajenos a cualquier concesión al público. Ese goce
también se trasmite al patio de butacas, que disfruta con unas
zarzuelas magistralmente ejecutadas, dos obras de precisión en las
que todo funciona a las mil maravillas. Si tienes unos textos
redondos, unos músicos de gran solvencia y unos cantantes-actores de
primera categoría, ya solo queda empezar a jugar y disfrutar de
principio a fin.
Los
amores de la Inés es un pequeño sainete de argumento mínimo y
mucho salero. Los diálogos de Emilo Dugi se sobreponen a lo banal
de la premisa y en la escasa hora que dura la representación el
espectador se deja llevar por una gracia de otro tiempo que todavía
sigue funcionando. La parte musical, nada menos que obra de Manuel de
Falla, es escasa, pero da espacio para el lucimiento de Susana Cordón
y Enrique Ferrer, que rinden homenaje a la grandeza de la música con
unas intervenciones melancólicas y poderosas. También destaca en el
apartado cómico el Fatigas de Juan Carlos Martín y el saber estar
de Santos Ariño.
Ariño
repetirá papel en La verbena de la Paloma, pues de una manera sutil
Plaza da continuidad a las dos obras introduciendo algunos de los
personajes de Inés en La verbena. Seamos claros, Inés es una
curiosidad muy agradable y que vimos con satisfacción, pero todos
estábamos esperando lo mismo. Porque no somos unos expertos en
zarzuela, pero La verbena de la Paloma es un monumento, da igual de
qué género hablemos. Y desde los primeros compases, empezamos a
sentir ese placer que quizá solo el gran teatro musical transmite.
La música de Tomás Bretón tiene ese genio que no se sabe de dónde viene, pero que cala en el subconsciente colectivo hasta convertirse en una banda sonora compartida que va más allá de épocas y lugares determinados. Por su parte, el texto de Ricardo de la Vega sabe sintetizar de una manera prodigiosa una manera de ser y de hablar no ya de forma naturalista, porque una expresividad tan fresca y creativa es a la fuerza fruto de una gran inventiva, sino diríamos que generadora por sí misma de una manera de identificarse. Si existiera el nacionalismo del barrio de La Latina, La verbena de la Paloma sería su himno.
Y
el montaje está a la altura de las expectativas. Para abrir boca, Enrique Baquerizo ofrece un Don Hilarión irreprochable, bien
caracterizado, muy suelto en la escena y que clava sus
intervenciones, tanto las musicales como las cómicas. Cuando sale
Damián del Castillo parece que su Julián va a ser un aguafiestas,
pero solo hace falta que se ponga a cantar y ganarnos para la causa.
Otro momento que a nosotros nos produce reparos, por motivos
personales, es la intervención de la cantaora. Pero no podemos más
que admitir la grandeza de María Mezcle, que al final se llevaría
una de las mayores ovaciones del público.
Muy
a menudo nos encontramos en las zarzuelas a las que asistimos con
María Rey-Joly, y será porque sabemos que su presencia ya es una
garantía. Su Susana tiene todo el poderío que se le demanda, y ya
sabemos que Rey-Joly es una cantante extraordinaria. En la parte
cómica, nos rendimos anta la tía Antonia de Amelia Font. De hecho,
si la obra no fuera destacable en tantos aspectos, arrasaría con la
función. Sus intervenciones descaradas, agónicas, al borde del
ataque de asma, tienen una gracia irresistible.
Si
Plaza domina la puesta en escena con una sabiduría y un control
matemático, la parte musical no es para menos. La orquesta dirigida
por Cristóbal Soler es enérgica, juguetona, impetuosa. La
escenografía de Francisco Leal es un homenaje a la pintora Amalia
Avia, y si en Inés no da mucho juego, en La verbena adquiere una
dimensión mucho más elaborada, con continuos juegos de perspectiva
y movilidad. Leal también se ocupa de la precisa iluminación,
mientras que debemos citar la labor de Pedro Moreno en un vestuario
tan familiar como la propia zarzuela, y a la vez tan ejemplar.
Lo
único malo que podemos decir de la función se refiere a parte del
público. Cada vez odiamos más la costumbre de abandonar el teatro
mientras los actores están saludando. Y parece una costumbre cada
vez más extendida. Si el público de la Zarzuela, en su mayoría
bastante veterano y que en gran proporción “se viste para ir al
teatro”, para entendernos, protagoniza lamentables actos como el
que vimos el otro día, ya no sabemos qué medidas deberían tomarse.
No están las cosas como para listas negras que impidieran el regreso
a una sala de teatro hasta pasar por un cursillo de buenos modales,
pero de alguna manera habría que afearlo. ¿Luces cegadoras y
sonidos atronadores para los que salgan al vestíbulo antes de
tiempo? Solo damos ideas.
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