Nos
imaginamos que si Àlex Rigola continúa su camino de abstracción,
sus puestas acabarán consistiendo en una sábana donde se proyecten
sombras. Ni decorados, ni música, ni actores. Y es que por muchas
veces que se haya repetido el mismo proceso a lo largo de la historia
del arte, no deja de ser estimulante asistir a la evolución de uno
de los mejores directores de escena españoles desde la aparatosidad
de Largo viaje hacia la noche hasta alcanzar casi el grado cero de
teatralidad de El policía de las ratas.
Max
Aub dividía los estilos artísticos en dos grandes corrientes: la
fluvial, identificada con el clasicismo, en la que todo fluye de
manera natural y sencilla; y la laberíntica, que hacía referencia a
las diversas escuelas del romanticismo, y que se entretenía en
juegos y complicaciones de estilo. Rigola parece estar transitando
desde esta concepción más barroca del arte hacia un estilo más
limpio y directo al grano. Y este transito de momento ha llegado
hasta su obra más clara y desnuda, una adaptación tan fiel que
asusta del relato de Bolaño El policía de las ratas.
Esta
“purificación”, muy acorde con nuestros gusto y que por tanto
recibimos con entusiasmo (su ya fluvial Maridos y mujeres fue lo
mejor que vimos en teatro la temporada pasada), también conlleva
algunos peligros. Pese a que la sencillez es lo más difícil de
lograr, a veces se puede ocultar detrás ella la pereza, la falta de
ideas. Entre una puesta desprovista de lo accesorio y una producción
barata para salir del paso hay una fina línea que demasiados
creadores han traspasado con impunidad. Pero en una obra de
contrastes como El policía de las ratas hay un elemento extraño que
pone en valor todo el empeño: la poesía.
Si
el mundo descrito el El policía es sucio y degradante, su
escenificación es impoluta; si su trama casi filosófica es enredada
y compleja, su exposición es cartesiana; si sus personajes son
decadentes y apocalípticos, su presentación es elegante; si la
historia que se cuenta es una trama detectivesca, su intención es
claramente propiciar una reflexión humanista sobre el arte y el
individuo. La precisión y contención no hacen sin embargo fácil
para el espectador el poner toda su atención reconcentrada en una
narración sin apenas apoyos dramáticos, y será por eso que la obra
gana en intensidad y vuelo cuando se impone la evocación. Ante tanta
frialdad, es necesario algo de lirismo para recordarnos que todavía
queda algo de esperanza.
En
una puesta tan sobria, los actores no tienen demasiado espacio para
el lucimiento, pero tanto Joan Carreras como Andreu Benito sacan todo
el rendimiento posible a sus personajes. En un trabajo en el que se
imponen sus impresionantes voces y sus esporádicas explosiones
dramáticas, en una conjunción muy elaborada llevan la narración de
la historia con una sincronía milimetrada. Una pareja que también
estamos deseando volver a ver en próximas entregas de la ruta de
Rigola hacia lo inesperado.
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