El
problema con los temas candentes es que es muy fácil quemarse con
ellos. En apariencia todo son ventajas: no hay que romperse la cabeza
buscando una idea original, a poca buena mano que se tenga el público
quedará encantado al verse reafirmado en sus creencias, y de propina
el autor será alabado por su “conciencia crítica”. Aunque esta
introducción haga pensar que nos estamos preparando para darle un
palo a La punta del iceberg que lo vamos a dejar hecho cubitos, en
realidad es todo lo contrario: lo que queremos valorar es el
estupendo trabajo de Antonio Tabares para evitar todas las trampas
del teatro “de actualidad”.
La
primera escena es a la vez prometedora y peligrosa. Se plantea sin
rodeos el tema central de la obra y se abre el apetito por una
historia que tiene su lado de investigación, su vertiente social y
que puede dar mucho juego en su aspecto puramente teatral. Pero como
estamos escamados, también percibimos la tentación del discurso
admonitorio, del sermón que todos nos sabemos de sobra. Por suerte
estas tentaciones son evitados con habilidad y un continua capacidad
para saltar los obstáculos de manera elegante. Por ejemplo, el
personaje del sindicalista da pie a muchos de los regalos simbólicos
(más bien esquemáticos) de los que hay que huir si no se quiere
caer en las trampas de las que hablábamos. Por una parte el
sindicalista heroico sería inverosímil y solo adecuado para obras
de tesis, mientras que el sindicalista remolón se convertiría sin
duda en una caricatura ya demasiado utilizada por partes interesadas.
Así que solo queda la opción de Tabares, hacer de Alejandro un ser
humano complejo, contradictorio, creíble.
Pero
la fuerza de La punta del iceberg no está solo en la construcción
de sus personajes, todos ellos perfectamente dibujados y defendidos,
sino en su manifestación más puramente dramática. En la venerable
tradición de Rashomon, el espectador va conociendo, junto a Sofía,
la protagonista, las diversas versiones de un mismo suceso, que se
van completando y contradiciendo, hasta llegar a una conclusión...
por supuesto provisional. El incremento de la tensión, el permanente
juego de pistas y patinazos, la pericia para desarrollar la historia
sin altibajos, contribuyen a que La punta del iceberg sea también un
gran ejemplo de teatro comercial de calidad. En este sentido, la
labor de Sergi Belbel, salvando escollos y facilitando la mayor
fluidez, es impecable. También destaca, una vez más, la
escenografía de Max Glaenzel, quien usa unos feísimos muebles de
oficina para formar puzzles que tan pronto se convierten en una
azotea como en una cafetería en cuestión de segundos.
Durante
toda la función Nieve de Medina no abandona el escenario ni un solo
instante. Cada entrevista por las que está formada la obra será un
nuevo reto para ella, que no solo tiene que aparecer como
contrafigura de cada uno de sus compañeros, sino que construye la
personalidad más elaborada, incómoda y cercana de todos. La mejor
expresión de su ambivalencia está en el momento en el que, tras
intentar camelar a Gabriela con comprensión y delicadeza, estalla al
teléfono cuando trata a un empleado con la misma falta de respeto y
agresividad que está investigando. Lo fácil sería pensar que es
una escena reveladora, que ahí se encuentra su verdadero ser. Pero
las cosas no son tan claras.
Los
momentos de mayor explosividad (latente y evidente) se dan cuando PauDurà se encuentra en escena. Ya hemos comentado que su sindicalista
es de carne y hueso, pero es que además Durà lo dota de pasión, de
una sutil capacidad para la manipulación, de entrega y cinismo. Como
pasa con Sofía, con el Alejandro de Durà no se puede recurrir a
categoraciones, a prejuicios o ideas recibidas. La densidad de los
personajes, sumada a la de la trama, siempre dejará abierta una
rendija a la ambigüedad, a la duda, y Durà expresa con fuerza y
encanto esta ambivalencia.
Otro
personaje que entra arrasando y no baja de marcha en ningún momento
es el Jaime de Luis Moreno. Aquí el espejo muestra por un lado a un
chulito hiperactivo, trepa y despreciable, y por otro a un brillante
profesional, inseguro y al borde del ataque de nervios. En un montaje
que también tiene su buena dosis de comedia, Moreno se lleva las
mayores carcajadas. Pero, como en todo lo que atañe a esta obra
biselada, también tiene un lado oscuro. Y será Montse Díez quien
aporte un personaje totalmente depresivo, es ella quien manifiesta de
manera más palmaria el estado de malestar generalizado, y lo hace
casi sin palabras, con sus movimientos indolentes, con su
expresividad catatónica.
Eleazar Ortiz, que en una obra del montón sería el malo de la película,
aquí también tiene espacio para explicarse. Empieza siendo el jefe
prepotente e implacable que pone el negocio por encima de cualquier
consideración humana, y aunque al final su postura siga siendo la
misma, al menos ha tenido posibilidad de justificarse, de poder ser
entendido. Chema de Miguel tiene un papel comodín que sirve a la vez
como desahogo y para hacer avanzar la narración. Resuelve la
situación con naturalidad y humanidad.
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