¿Qué es lo contrario de una “feel good movie”? (lo de “feel good play” no ha tenido fortuna). No sería exactamente una película que te hace sentir mal, una de esas a menudo bienintencionadas producciones sobre tragedias humanas que dan pie para hacer comentarios grandilocuentes y decir qué mal lo he pasado. Pensamos más bien en esas películas tipo Polanski, por citar a un director de actualidad, esas película que nos causan desasosiego, extrañeza, mal cuerpo o, más directamente, mal rollo.
Pues bien, todo esto lo siente el espectador de Emilia desde el principio. Ya desde su presentación, Emilia nos pregunta por qué la miramos asustados. Es verdad, no ha hecho nada (bueno, para ser precisos, todavía no sabemos lo que ha hecho), pero la atmósfera transmite inquietud. Y eso es solo el aperitivo, porque a partir de entonces la tensión solo hace que aumentar. Primero porque no sabemos lo que está pasando. Todos los personajes se comportan de manera extraña, enfermiza, pero no sabríamos identificar su patología. De hecho, para afuera, todo son signos de alegría, de familia bien avenida. Pero no nos lo tragamos. Como cuando el niño acoge a Emilia con una impostada excitación, somos conscientes de que tanta parafernalia es falsa.
Pero lo extraordinario del montaje es que nunca sabremos descodificar el secreto de ese malestar. El caso más claro es el de Walter, el padre interpretado por Alfonso Lara. Parece un tío confiable, cariñoso, protector. Pero en todo momento tenemos clarísimo que en su interior se esconde un monstruo. Nos atreveríamos a hablar de aura, de esa energía misteriosa, ese halo invisible y sin embargo totalmente perceptible. Y si Walter desprende un halo de amenaza, toda la obra refulge en unas llamas incontrolables. Como esos muebles que cuelgan del escenario, hay una gran catástrofe que está a punto de desbocar y que nadie podrá parar.
Reconocemos que podemos admirar el trabajo de Claudio Tolcachir, pero nos cuesta analizarlo: somos incapaces de desvelar el misterio. Y no nos referimos a la trama, que finalmente queda resuelta, sino a la capacidad de Tolcachir para hacer que el subtexto sea clarísimo para el espectador, pero sin mostrar sus cartas en ningún momento. El texto se podría estudiar de manera clásica: la evolución de los personajes, la escalada dramática, la siembra de detalles que más tarde cobrarán significado. También la puesta es de un simbolismo tan sencillo que puede llevarse al otro extremo, al naturalismo. Con la clara referencia de Huis clos en mente, podemos ver el escenario además de como una prisión (literal en el relato de Emilia, metafórico como espacio contrito de la familia), como una estancia del infierno. Pero más allá de estas huellas, el proceso por el que esto que vemos y oímos se convierte en algo completamente distinto (y aterrador) en nuestras mentes, se nos escapa. Signo de que estamos ante gran teatro, sin duda.
Una cosa que sí sabemos es que para lograr este efecto se necesitan unos actores extraordinarios, y Emilia cuenta con esta factor. Lo de Gloria Muñoz ya es histórico. Vale que cuando cuenta la historia del perro Rocco es como si el resto del mundo dejara de existir (todavía recordamos su monólogo en Kabul: sin duda Muñoz es una de esas actrices por las que merecería la pena pagar para verla leer la guía telefónica), pero es que cuando se queda en segundo plano, en una posición en que para cualquier otro actor se limitaría a hacer bulto, ella sigue teniendo una presencia magnética.
Ya hemos hablado de la capacidad metafísica de Alfonso Lara para con un gesto llevarte al fin del mundo y con una mirada hacer que te tires por el precipicio que se encuentra allí. Es capaz de hacer que el espectador se meta debajo de la butaca o de provocar su compasión incluso en sus arranques más violentos. Malena Alterio primero es un fantasma, casi etéreo, sin apenas presencia física, como si lo que viéramos fuera un espectro (y ahora, al escribirlo, nos damos cuenta de que efectivamente lo era). En la parte final adquirirá voz y determinación. Un giro más radical y más brusco que el de los otros personajes y resuelto con contundencia.
David Castillo también tiene que lidiar con cambios de intensidad y de posición sentimental. Tan pronto es el cariñoso hijo que adora a su padre como el atemorizado cachorro que teme ser abandonado en la cuneta. Daniel Grao pasa de ser un personaje literalmente marginal a ejercer como desencadenante de la tragedia. Su escena está llevada con naturalidad, y si bien su personaje no desprende el mismo aroma de incertidumbre, también mostrará una doble cara. Puede que no explique muchas cosas, pero sí una de gran importancia.
Concluiremos con un breve apunte sobre lo único que no nos ha gustado de Emilia: el recurrente y para nosotros atravesado tópico de la mujer sacrificada (siempre es una mujer). Se puede interpretar como abnegación, como martirio, sin olvidar algunas implicaciones religiosas. Pero se mire por donde se mire, nosotros esto nunca nos lo creemos. Que la víctima acoja con resignación un castigo que no merece y que encima se muestre agradecida... Quién sabe, a lo mejor en la vida pasa, pero en el teatro se convierte en algo teatrero.
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