viernes, 4 de abril de 2014

El encuentro (Teatro Español)

Llevamos camino de convertir la Transición en el objeto principal de las ficciones nacionales, incluso por encima de la Guerra Civil. Y, una vez más, nos encontramos con los mismos problemas. Si parece que todavía es demasiado pronto para hablar de algo sucedido hace casi 80 años con perspectiva histórica, de la Transición, de la que todavía no ha pasado ni la mitad de tiempo, es imposible contar con un relato histórico de referencia, pero ya tenemos películas, novelas, obras de ficción que se pasan por factuales y obras con pretensiones serias que se leen como invenciones literarias. En fin, periodismo. Incluso tenemos algo tan posmoderno como documentales de ficción. Y, por supuesto, obras de teatro. Tampoco falta algo tan español como los anti, los empeñados en desmontar las creencias populares sobre de la Transición. con la misma pasión y falta de matices que tuvieron los que construyeron aquella imagen idílica. A falta de Historia, lo que tenemos son mitos, como hemos podido comprobar de manera apabullante recientemente.

En este contexto, El encuentro se sitúa entre dos aguas, sin que Luis Felipe Blasco Vilches sepa muy bien por dónde tirar. Un ejemplo evidente: aunque no hay duda de que los protagonistas son Suárez y Carrillo, en ningún momento se les identifica como tales, incluso en el programa aparecen como Bajo y Alto. ¿Es una obra sobre la Transición o simplemente usa el pretexto de este tiempo histórico para contar una historia particular? Historia, con mayúscula, e historia. A menudo, en las obras ambientadas en tiempos pretéritos, se suele decir que lo que en realidad nos están mostrando es algo de nuestro tiempo (algo que, por cierto, odiamos) (que lo digan). Pero en el caso de la Transición es evidente que es así, porque todavía estamos viviendo en ese tiempo, porque incluso aunque no hubiéramos nacido aún, más que nunca “el pasado nunca muere, ni tan siquiera ha pasado”.

Esta indeterminación se mantiene durante toda la obra. Se da un poco el aire de la época, con digresiones un poco excéntricas como cuando los protagonistas se sitúan en el futuro, nuestro presente, o se rememoran episodios famosos. Pero da la sensación de que esa parte didáctica no convence a nadie, que es insuficiente o superflua. Así que nos quedaríamos con la excusa. Aquí la obra tendría grandes posibilidades. Discusiones de altura entre dos titanes. Grandes propuestas intelectuales. Firmes posiciones políticas. O incluso el combate entre ambas posturas: el intelectual que se siente superior frente al político de raza que se las sabe todas. Hay muchas metáforas posibles, y Blasco Vilches opta por la de la partida de ajedrez, con dos contrincantes finos, pero también firmes, inteligentes y con altas miras. El problema es que tampoco acaba de funcionar. Falta tensión, progresión dramática. Hay algunos trucos dramáticos que parecen innecesarios, como esa pistola, y a momentos de gran tensión les siguen otros de bajonazo, se percibe una falta de continuidad.


La puesta en escena de Julio Fraga es tan contenida como demanda la situación. Un horrible mueble bar ocupa el centro del escenario, y aunque también podría haber ejercido funciones simbólicas, más bien se queda como muestra de la época. Si el texto tiene sus vaivenes, Fraga tampoco logra solventar las arritmias, aunque se puede valorar la solidez que transmite. En cuanto a los actores, si decíamos que se juega con una falsa ambigüedad respecto a sus personajes, nos descoloca totalmente su total falta de parecido con ellos. Es imposible que sea buscado, pero lo cierto es que JoséManuel Seda y Eduardo Velasco se parecen más a Zapatero y Llamazares que a Suárez y Carrillo. Aparte de esta anécdota, está claro que lo mejor de la función está en ellos. Velasco encarna a este personaje inasible, complejo, tan polarizador, y lo hace convincente, iracundo, muy inteligente... y sin embargo perdedor. Porque aunque pueda parecer que la partida termina en tablas, el que acaba ganando es Suárez, al que Seda dota de encanto, pero de ese encanto que esconde un cuchillo (o una pistola). Se sabe menospreciado, pero juega con este factor a su favor. Si el intercambio dialéctico renquea, cuando solo tenemos a los dos intérpretes frente a frente, sin pasado ni futuro, podemos disfrutar de un gran combate de actor a actor.   

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