Llevamos
camino de convertir la Transición en el objeto principal de las
ficciones nacionales, incluso por encima de la Guerra Civil. Y, una
vez más, nos encontramos con los mismos problemas. Si parece que
todavía es demasiado pronto para hablar de algo sucedido hace casi
80 años con perspectiva histórica, de la Transición, de la que
todavía no ha pasado ni la mitad de tiempo, es imposible contar con
un relato histórico de referencia, pero ya tenemos películas,
novelas, obras de ficción que se pasan por factuales y obras con
pretensiones serias que se leen como invenciones literarias. En fin,
periodismo. Incluso tenemos algo tan posmoderno como documentales de
ficción. Y, por supuesto, obras de teatro. Tampoco falta algo tan
español como los anti, los empeñados en desmontar las creencias
populares sobre de la Transición. con la misma pasión y falta de
matices que tuvieron los que construyeron aquella imagen idílica. A
falta de Historia, lo que tenemos son mitos, como hemos podido
comprobar de manera apabullante recientemente.
En
este contexto, El encuentro se sitúa entre dos aguas, sin que Luis Felipe Blasco Vilches sepa muy bien por dónde tirar. Un ejemplo
evidente: aunque no hay duda de que los protagonistas son Suárez y
Carrillo, en ningún momento se les identifica como tales, incluso en
el programa aparecen como Bajo y Alto. ¿Es una obra sobre la
Transición o simplemente usa el pretexto de este tiempo histórico
para contar una historia particular? Historia, con mayúscula, e
historia. A menudo, en las obras ambientadas en tiempos pretéritos,
se suele decir que lo que en realidad nos están mostrando es algo de
nuestro tiempo (algo que, por cierto, odiamos) (que lo digan). Pero
en el caso de la Transición es evidente que es así, porque todavía
estamos viviendo en ese tiempo, porque incluso aunque no hubiéramos
nacido aún, más que nunca “el pasado nunca muere, ni tan siquiera
ha pasado”.
Esta
indeterminación se mantiene durante toda la obra. Se da un poco el
aire de la época, con digresiones un poco excéntricas como cuando
los protagonistas se sitúan en el futuro, nuestro presente, o se
rememoran episodios famosos. Pero da la sensación de que esa parte
didáctica no convence a nadie, que es insuficiente o superflua. Así
que nos quedaríamos con la excusa. Aquí la obra tendría grandes
posibilidades. Discusiones de altura entre dos titanes. Grandes
propuestas intelectuales. Firmes posiciones políticas. O incluso el
combate entre ambas posturas: el intelectual que se siente superior
frente al político de raza que se las sabe todas. Hay muchas
metáforas posibles, y Blasco Vilches opta por la de la partida de
ajedrez, con dos contrincantes finos, pero también firmes,
inteligentes y con altas miras. El problema es que tampoco acaba de
funcionar. Falta tensión, progresión dramática. Hay algunos trucos
dramáticos que parecen innecesarios, como esa pistola, y a momentos
de gran tensión les siguen otros de bajonazo, se percibe una falta
de continuidad.
La
puesta en escena de Julio Fraga es tan contenida como demanda la
situación. Un horrible mueble bar ocupa el centro del escenario, y
aunque también podría haber ejercido funciones simbólicas, más
bien se queda como muestra de la época. Si el texto tiene sus
vaivenes, Fraga tampoco logra solventar las arritmias, aunque se
puede valorar la solidez que transmite. En cuanto a los actores, si
decíamos que se juega con una falsa ambigüedad respecto a sus
personajes, nos descoloca totalmente su total falta de parecido con
ellos. Es imposible que sea buscado, pero lo cierto es que JoséManuel Seda y Eduardo Velasco se parecen más a Zapatero y Llamazares
que a Suárez y Carrillo. Aparte de esta anécdota, está claro que
lo mejor de la función está en ellos. Velasco encarna a este
personaje inasible, complejo, tan polarizador, y lo hace convincente,
iracundo, muy inteligente... y sin embargo perdedor. Porque aunque
pueda parecer que la partida termina en tablas, el que acaba ganando
es Suárez, al que Seda dota de encanto, pero de ese encanto que
esconde un cuchillo (o una pistola). Se sabe menospreciado, pero
juega con este factor a su favor. Si el intercambio dialéctico
renquea, cuando solo tenemos a los dos intérpretes frente a frente,
sin pasado ni futuro, podemos disfrutar de un gran combate de actor a
actor.
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