Decir
que “Lope no se acaba nunca” puede interpretarse de maneras muy
diferentes. Si se trata de una función de las de reclinatorio, hará
obvia referencia al tostón que estamos soportando. Y es que si el
mal teatro es lo más insoportable del mundo, arruinar una buena obra
por malas artes no es solo un crimen, sino algo peor, un latazo. Lo
que podría haber sido. Otra interpretación evidente es que la obra
de Lope de Vega es tan extensa que parece imposible ni tan siquiera
conocerla por encima. Con lo fácil que es aprenderse los títulos de
Shakespeare y etiquetarlos. En cualquier caso, hoy decimos que Lope
no se acaba nunca porque por suerte hay tantas maneras de hacerlo
bien como de hacerlo mal, y si recientemente pudimos disfrutar de El caballero de Olmedo, una de sus obras más famosas, con La cortesía de España, mucho menos conocida, hemos podido saborear una
aproximación totalmente diferente pero igual de gozosa.
Para
empezar, La cortesía de España es una de esas obras que entran por
los ojos (y, teniendo en cuenta que hablamos de Lope, no es fácil
que la vista le gane al oído). El vestuario de María Araujo es
sencillamente precioso. No somos espectadores que busquen en las
obras de teatro (o películas de época) espectaculares recreaciones
para gusto de los sentidos, esos festivales de pelucas en los que lo
importante (a menudo lo único importante) es el envoltorio, pero el
trabajo de Araujo merece ser destacado desde el principio. Lo mismo
pasa con la escenografía de Clara Notari, muy bien complementada por
la iluminación de Juanjo Llorens. Cada escena tiene una sorpresa, un
hallazgo conceptual o sensorial. Así, la utilización de mapas y
cuadros de la época que se ven desarrollados en las tablas dan un
aire de época sutil y encantador.
Dejando
aparte el resplandor estético, lo cierto es que la función comienza
algo acelerada. Los personajes están sobreexicitados y todo parece
que va a una marcha de más, como si tuvieran prisa por empezar ya
con lo bueno. Y lo cierto es que esto no tarda en llegar. En realidad
la obra tiene una estructura rara, con nuevos personajes que no paran
de aparecer, escenas en media docena de ciudades de Italia y España,
peripecias de lo más variopinto y una mezcla entre humor y
desolación ofrecidos sin solución de continuidad y que sobre el
papel no debían de casar muy bien (nunca mejor dicho). Por suerte la
tentación de acelerar los episodios se refrena y cada episodio es
contado con el tempo y el tiempo que exigen.
Tanto
la dirección de Josep María Mestres como la versión de LailaRipoll van encaminados en hacer fluido este incesante carrusel de
aventuras, embrollos, encuentros y desencuentros. Y podemos decir que
logran su objetivo dando continuidad a la historia, sin saltos de
tensión ni quiebro entre las partes más cómicas y las serias. Si
el texto de Lope da pie a la intriga, el humor, la pasión, Mestres
consigue puntuar con tacto cada cambio de registro. También en la
dirección de actores se muestra acertado: en todos los elencos
amplios hay diferencias de calidad, y más en una compañía de
actores jóvenes, pero en esta función hay un notable equilibrio.
Natalia Huarte es el centro de toda la función y se gana los galones. En su
primera escena trasmite tanta ilusión y alegría como orgullo y
temor poco más tarde. En una obra en la que predomina el buen humor,
ella es el personaje más trágico, pero si parece dejarse llevar
(literalmente), tiene un par de escenas en las que demuestra que ella
también tiene sus armas... hasta llegar al final. En el polo opuesto
se sitúa Álvaro de Juan, el gracioso, para nosotros la verdadera
revelación del montaje. Si el verso suena natural en todos los
intérpretes, la dicción y la voz de este Zorrilla parecen hechas
para representar clásicos. De Juan dota a su personaje de picaresca,
de ingenio e incluso de gallardía, todo en uno.
Francesco Carril tiene que asumir el difícil papel del galán un poco
ridículo. Aunque no fuera la intención de Lope, hoy algunas de sus
proclamas de españolidad suenan a choteo, pero Mestres y Carril
saben sacar partido a esta situación y su personaje se gana en
simpatía lo que pierde en impostura. Júlia Barceló, su hermana,
comparte con el la vis cómica. Con unos pocos gestos y un puñado de
exclamaciones puede definir a su personaje y salirse con la suya...
hasta el final. Manuel Moya pasa de ser un campechano señor a
convertirse en un Otelo por culpa de su particular Yago, el Claudio
interpretado por Jonás Alonso. Despiadado y poco razonable, Moya
está por momentos un poco hierático, pero en los momentos de
exaltación se muestra a la altura. Alonso encarna con malicia un
personaje lleno de dobleces, artero y zorruno. Por eso queda extraño
que en un final con tantas bodas y tan poca felicidad, la cortesía
española llegue tan lejos.
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