martes, 8 de abril de 2014

La cortesía de España (Matadero Madrid)

Decir que “Lope no se acaba nunca” puede interpretarse de maneras muy diferentes. Si se trata de una función de las de reclinatorio, hará obvia referencia al tostón que estamos soportando. Y es que si el mal teatro es lo más insoportable del mundo, arruinar una buena obra por malas artes no es solo un crimen, sino algo peor, un latazo. Lo que podría haber sido. Otra interpretación evidente es que la obra de Lope de Vega es tan extensa que parece imposible ni tan siquiera conocerla por encima. Con lo fácil que es aprenderse los títulos de Shakespeare y etiquetarlos. En cualquier caso, hoy decimos que Lope no se acaba nunca porque por suerte hay tantas maneras de hacerlo bien como de hacerlo mal, y si recientemente pudimos disfrutar de El caballero de Olmedo, una de sus obras más famosas, con La cortesía de España, mucho menos conocida, hemos podido saborear una aproximación totalmente diferente pero igual de gozosa.

Para empezar, La cortesía de España es una de esas obras que entran por los ojos (y, teniendo en cuenta que hablamos de Lope, no es fácil que la vista le gane al oído). El vestuario de María Araujo es sencillamente precioso. No somos espectadores que busquen en las obras de teatro (o películas de época) espectaculares recreaciones para gusto de los sentidos, esos festivales de pelucas en los que lo importante (a menudo lo único importante) es el envoltorio, pero el trabajo de Araujo merece ser destacado desde el principio. Lo mismo pasa con la escenografía de Clara Notari, muy bien complementada por la iluminación de Juanjo Llorens. Cada escena tiene una sorpresa, un hallazgo conceptual o sensorial. Así, la utilización de mapas y cuadros de la época que se ven desarrollados en las tablas dan un aire de época sutil y encantador.

Dejando aparte el resplandor estético, lo cierto es que la función comienza algo acelerada. Los personajes están sobreexicitados y todo parece que va a una marcha de más, como si tuvieran prisa por empezar ya con lo bueno. Y lo cierto es que esto no tarda en llegar. En realidad la obra tiene una estructura rara, con nuevos personajes que no paran de aparecer, escenas en media docena de ciudades de Italia y España, peripecias de lo más variopinto y una mezcla entre humor y desolación ofrecidos sin solución de continuidad y que sobre el papel no debían de casar muy bien (nunca mejor dicho). Por suerte la tentación de acelerar los episodios se refrena y cada episodio es contado con el tempo y el tiempo que exigen.

Tanto la dirección de Josep María Mestres como la versión de LailaRipoll van encaminados en hacer fluido este incesante carrusel de aventuras, embrollos, encuentros y desencuentros. Y podemos decir que logran su objetivo dando continuidad a la historia, sin saltos de tensión ni quiebro entre las partes más cómicas y las serias. Si el texto de Lope da pie a la intriga, el humor, la pasión, Mestres consigue puntuar con tacto cada cambio de registro. También en la dirección de actores se muestra acertado: en todos los elencos amplios hay diferencias de calidad, y más en una compañía de actores jóvenes, pero en esta función hay un notable equilibrio.

Natalia Huarte es el centro de toda la función y se gana los galones. En su primera escena trasmite tanta ilusión y alegría como orgullo y temor poco más tarde. En una obra en la que predomina el buen humor, ella es el personaje más trágico, pero si parece dejarse llevar (literalmente), tiene un par de escenas en las que demuestra que ella también tiene sus armas... hasta llegar al final. En el polo opuesto se sitúa Álvaro de Juan, el gracioso, para nosotros la verdadera revelación del montaje. Si el verso suena natural en todos los intérpretes, la dicción y la voz de este Zorrilla parecen hechas para representar clásicos. De Juan dota a su personaje de picaresca, de ingenio e incluso de gallardía, todo en uno.


Francesco Carril tiene que asumir el difícil papel del galán un poco ridículo. Aunque no fuera la intención de Lope, hoy algunas de sus proclamas de españolidad suenan a choteo, pero Mestres y Carril saben sacar partido a esta situación y su personaje se gana en simpatía lo que pierde en impostura. Júlia Barceló, su hermana, comparte con el la vis cómica. Con unos pocos gestos y un puñado de exclamaciones puede definir a su personaje y salirse con la suya... hasta el final. Manuel Moya pasa de ser un campechano señor a convertirse en un Otelo por culpa de su particular Yago, el Claudio interpretado por Jonás Alonso. Despiadado y poco razonable, Moya está por momentos un poco hierático, pero en los momentos de exaltación se muestra a la altura. Alonso encarna con malicia un personaje lleno de dobleces, artero y zorruno. Por eso queda extraño que en un final con tantas bodas y tan poca felicidad, la cortesía española llegue tan lejos.

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