En
una de sus greguerías, Ramón Gómez de la Serna decía que “las
películas que hemos querido ver, sin haber podido lograrlo, son como
vidas que hemos podido vivir y se nos escaparon”. Más que el
cinéfilo, que cada vez tiene más oportunidades de ver cualquier
película que se le antoje, es el espectador teatral el que tiene que
sobrellevar está insatisfacción. Por muy asiduo que sea a las
salas, siempre habrá algo importante que se perderá. Si no es aquí,
en Londres. Y, al contrario de lo que pasa con el cine, jamás podrá
quitarse esa espina. Aunque a veces... Hace tiempo tuvimos que
decidir, y al final tomamos la peor opción: en lugar de ver Los ojos
caímos en las garras de una de las más lamentables producciones que
hayamos tenido que sufrir. Por suerte o por Talía (ya que nos
estamos poniendo grandilocuentes, aportemos también algo de
pedantería) Los ojos volvió a cruzarse en nuestro camino. Y lo
confesamos, a punto estuvimos de volver a dejar pasar la ocasión. De
haberlo hecho, probablemente nunca habríamos sabido que teníamos
grandes motivos para arrepentirnos. Aunque siempre queda algo en el
aire, seguro que muchos aficionados comparten esa sensación de
“tendría que haber ido”.
Otra
confesión: cuando por fin abrieron las puertas de la sala y vimos lo
que estaba pasando en el escenario pensamos que otra vez habíamos
errado. Seguimos sin saber a qué viene ese prolegómeno, pero no
tiene nada que ver con lo que sucederá a continuación. Pese a estar
inspirada en una novela de Galdós, no hay nada en Los ojos de teatro
decimonónico (en el peor sentido, el de acartonamiento y rigidez
post mortem), pero tampoco hay nada de imposturas modernas o de
ocurrencias graciosillas. En realidad, de la genial novela de Galdós
(valga la redundancia) solo queda un muy leve esqueleto argumental,
esa parte melodramática que solo un autor de la categoría de Galdós
podía sublimar. Pero Pablo Messiez no se anda con remilgos: asume el
potencial lacrimógeno de la historia y se lanza a tumba abierta.
Esto es algo de verdad, sentido, experimentado, y no le da vergüenza
exponerse. Lo más fácil es que le hubiera salido algo compasivo e
incluso ridículo, pero milagrosamente el resultado es totalmente
natural, sincero, emocionante sin artificios.
Al
principio todo parece un desmadre, una comedia loca en la que los
personajes hablan a toda velocidad, a gritos, diciendo cosas sin
mucho sentido. Además, enseguida el foco de la obra deja a un lado a
Marianela para centrarse en Natalia, su madre. No sabemos si este
giro se produjo ya en el momento de la escritura o en los ensayos,
pero así como presenciar la obra es un continuo festín, poder
presenciar en vivo ese momento mágico debe de ser una experiencia
total: cuando te das cuenta de que lo que tienes entre manos es una
ocasión única. Si antes hablábamos de la audacia de Messiez, este
también tenía unos fuertes fundamentos sobre los que apoyarse:
contar con una actriz como Fernanda Orazi podría transmitir firmeza
hasta al director más inseguro del mundo.
Pero
primero: si en la escritura Messiez está pletórico, con hallazgos
continuos, digresiones brillantes y frases redondas que se van
acumulando hasta formar una antología, en su labor como director de
escena no se muestra menos diestro. Por ejemplo, en una obra como
esta la iluminación tiene un papel muy importante, pero es difícil
no caer en la obviedad o el efectismo. Sin embargo, como en todos los
aspectos de la puesta en escena, Messiez se desenvuelve de una manera
sutil, elegante. Con el material melodramático-radiactivo que tiene
entre manos, tiene que ejecutar un casi imposible ejercicio de
equilibrismo. Y lo hace con pocos elementos, pero una productividad
que no parece tener fin.
Ahora:
lo de Fernanda Orazi. Sería momento de volver a la grandilocuencia y
la pedantería, pero vamos a intentar seguir el ejemplo de Messiez y
contenernos.
Imposible.
Es algo estratosférico. Su personaje es una maravilla, un compendio
de humanidad, de sentimientos enfrentados, de locura y sensatez, de
riesgo y convencionalismo, de melancolía e ilusión. Y todos estos
elementos y muchos más, Orazi los centrifuga y provoca una explosión
en el escenario que llega hasta la última fila de la grada. Es tan
divertida, tan trágica, que provoca esa extraña sensación de risa
triste, de desconsuelo feliz. Ya puede hablar de las cosas más
banales (su llamada a Telefónica, su reivindicación del tabaco,
cosas además en las que le damos todo nuestro apoyo), o ponerse
filosófica, sus arrebatos son capaces de poner al público en pie, y
si esto
no es literal es porque tampoco sería plan de interrumpir la obra
con aplausos y aclamaciones cada vez que hace un mutis.
Marianela Pensado es otra fuerza de la naturaleza. Una niña salvaje que
experimenta la pasión de una manera brutal y sin cortapisas. Allá
por donde pasa, arrasa. Al lado de estos dos huracanes argentinos,
Óscar Velado y Violeta Pérez hacen lo que pueden para no ser
arrastrados. Y lo hacen con solidez y convicción. Pero llega el
final y otra vez nos encontramos con Orazi, ahora con todo el
escenario para ella sola. Y la grada se convierte en un mar de
sollozos. Dicen que sonaba una canción muy bonita, pero francamente,
ni nos dimos cuenta. Aquí esta ella sola, sin ningún esfuerzo
interpretativo aparente, sin exhibirse, sin querer demostrar nada. Se
ha llegado a la esencia, y cuando esos raros momentos se producen, es
mejor no dejarlos pasar.
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