Antes
de empezar a disfrutar de Perdidos en Nunca Jamás tuvimos que
superar varios escollos. Si hay obras que vienen con las mejores
recomendaciones, en este caso el empuje de voces creíbles se
mezclaba con el entusiasmo de gentes poco/nada de fiar. Esta
sensación de desconfianza se acrecentó al ver a parte del público
que asistía a la Sala Mirador, especímenes a los que podríamos
(des)calificar como “esos que van en bicis enanas por las aceras”,
o más sencillamente como fans de Girls. Sinceramente, donde se ponga
una señora con pieles como compañera de público, que se quiten los
de los pantalones bajeros. (Con lo rancios que somos, no es de
extrañar que tengamos cuatro followers).
Bueno,
podemos aprovechar este inusitado ataque de yoísmo para señalar
otro de los escollos a los que nos enfrentábamos: no soportamos otra
muestra más de “qué mal va todo”. De acuerdo, que hay motivos
de sobra, pero precisamente, todo esto ya lo hemos escuchado. Y que
estamos de acuerdo, y toda nuestra simpatía, pero ¿es necesario
otro ladrillo más en el muro? Elia Kazan contaba en sus memorias que
durante la Gran Depresión (cuando él todavía estaba del lado de
los ángeles) solo se montaban tres tipos de obras: aquellas que
tenían como héroe a un ruso (bueno), las que tenían como
protagonista a un alemán (malo), y obras sobre huelgas, toneladas de
obras sobre huelgas. Y así no se puede. El teatro siempre tiene que
se algo más que un campo acotado para copiar la realidad, que para
eso ya la tenemos a ella como intérprete insuperable. Porque además
de la reiteración, hay otro peligro mayúsculo: la autoindulgencia,
el quejismo.
Por
eso no nos parece apropiado que a una obra que ya peca cierta
complacencia se la acoja con ditirambos acríticos. Perdidos
tiene muchos valores de los que ahora hablaremos, pero no es en
absoluto una obra redonda, una obra plenamente lograda. Hay errores
de construcción, arritmias en la sucesión de escenas,
interpretaciones poco cuajadas. Que la simpatía por un proyecto como
este lleve a soslayar estos fallos es contraproducente y puede llevar
a creer que ya se ha llegado a la meta cuando solo estamos en el
camino, por muy estimulante que sea este. De hecho, muchas de las
debilidades de la obra son también parte de su encanto, pero en
ningún caso debemos aceptar sus errores con displicencia: sabemos de
sobra que eso es parte de nuestro problema.
Uno
de los puntos flacos transformados en aliados es el tono desmañado.
Todo parece suceder un poco por conveniencia, porque la historia
tiene que avanzar, pero esto también dota al montaje de una frescura
inusitada. Si el lado malo es la falta de profundidad en los
planteamientos, el enroque en las ideas soltadas sin desarrollo, por
otra parte se gana en desparpajo, en conseguir una comunicación
inmediata con el público. Los momentos musicales pueden parecer
chapuceros o intentos por encubrir con melodiosidad reconocible
baches de los que no se sabe cómo salir, pero si el espectador se
pone a su nivel, son divertidos y con su punto de creatividad naïf.
A veces se produce cierta desconexión entre el texto de Silvia Herreros de Tejada, que parece tirar más hacia lo pedestre, las
vivencias compartidas y cierta comodidad en el desconsuelo, y la
puesta en escena de Lucía Miranda, que se siente más cómoda en el
terreno simbólico. Es mucho más estimulante esta parte visual y
puramente escénica, pero también tiene su sentido confrontar estos
dos mundos de una manera directa.
Entre
los actores nos encontramos con algunas de las deficiencias más
importantes de la obra. Hay muchas ganas, pero en algunos casos falta
vida y sobra afectación. Y un llamamiento urgente a los actores
jóvenes: trabajen su dicción. Laura Santos nos hace temer lo peor
cuando asume el papel de madre sin naturalismo (que no hace falta),
pero también sin el menor convencimiento (lo que es peor). Pero será
solo una salida en falso, porque después transmitirá con igual
sencillez desencanto e ilusión, comprensión y rabia. Si como madre
le falta madurez, cuando representa su propia edad le sobrará.
Rennier Piñero hace que nos pongamos del lado de Garfio
inmediatamente (y de forma literal durante el combate). En sus ojos
sí que vemos sentimiento de verdad, esa mezcla de haber sufrido pero
de mantener ilusiones que podría haberse convertido en el corazón
de la obra. También Nacho Bilbao podría haber tenido más
protagonismo. Aparte de su fantástico trabajo musical, sus
intervenciones siempre son acertadas y uno de los mayores logros de
la obra es cuando subraya irónicamente la escena de la familia
feliz. Quizá mantener este contrapunto toda la obra habría sido
excesivo, pero esa ironía, esas gotas de distanciamiento, habrían
venido fenomenal.
Como
en la obra, volvamos al principio. La idea de recoger las voces de
los padres de los actores nos pareció un obstáculo difícil de
superar. Detectamos aquí esa melancolía un poco impostada de los
anuncios de líneas aéreas que más que bordear el límite del
sentimentalismo se deja llevar por lo mimosón sin cautela alguna.
Que tras esta prueba de fuego la obra nos fuera ganando poco a poco
hasta derribar casi todas nuestras defensas demuestra que aquí hay
algo sincero. Escondido tras capas de conmiseración, saboteado por
pudor o por querer quedar bien, pero expresado con cariño y ganas.
Esperemos que este proyecto no se petrifique mirándose en el espejo
del que guapos somos todos, sino que se atreva a dar el arriesgado
paso hacia la confrontación con lo que ve reflejado en un espejo más
respondón: el que muestra las propias debilidades.
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