Empezaremos
por el final: cinco rondas de aplausos, toda la sala puesta en pie,
una emoción de ida y vuelta en la que no se sabía quién transmitía
más a quién, si los actores que ya habían abandonado la contención
que habían mantenido durante toda la obra, o el público que había
explotado en un estallido de reconocimiento que apenas había podido
reservar hasta ese momento (se oían tantos “bravos” como
“gracias”). Ya que estamos en temporada taurina, podemos usar el
tópico de “éxito apoteósico”. Y lo cierto es que estas
demostraciones de entusiasmo se suelen reservar para las compañías
extranjeras, solo que esta vez se percibía que la admiración era
totalmente sincera.
Ahora
intentaremos explicar el motivo de este clamor. Para empezar, El triángulo azul es un homenaje a los españoles presos y asesinados
en el campo de concentración de Mauthausen, cautivos sin culpa,
perdedores reincidentes cuya derrota se ha visto prolongada a lo
largo del tiempo por una criminal falta de reconocimiento que esta
obra trata de paliar en la medida de sus posibilidades. Imposible no
sentir simpatía, compasión y cercanía por estas personas tan
maltratadas tanto en su época como en tiempos posteriores. Quizá se
deba simplemente a esa característica tan española que es la
desidia, el olvido. Pero se diría que hay algo más profundo en este
arrinconamiento, una saña inmoral.
Pero
con un homenaje, por muy sincero y obligado que sea, no se hace una
buena obra de teatro. Nosotros en esto no pasamos ni una: las buenas
intenciones están muy bien, pero nunca justifican por sí solas una
obra de arte. En este caso Laila Ripoll y Mariano Llorente no se han
dejado mecer por las facilidades de los buenos propósitos y han
elaborado un texto magistral que combina la reflexión histórica
(expresada en la figura del profesor Paul Ricken), el drama personal,
e incluso la intriga más elaborada, pura fuerza teatral con un coda
que reivindica el valor de aquellos españoles que vivían en el
infierno sin perder su dignidad.
La
puesta en escena de Ripoll está a la altura del empeño. Hay un
pequeño problema que nos quitaremos de en medio de un plumazo,
porque además nos dio la sensación de que no era compartido por el
público: las brechtianas escenas musicales, por muy brillantes que
sean en sí mismas, a nosotros nos sacaron del tono. Desde luego que
tienen su punto distanciador, incluso destensador, pero a nosotros
nos parece innecesario. Mucho más efectiva nos pareció la escena
goyesca, esa pesadilla expresionista y casi insoportable. Pero, en
fin, el resto del montaje mantiene una intensidad apabullante
combinada con una serenidad expositiva que redobla su efectividad.
Esta
doble vertiente se manifiesta de manera soberbia en la actuación de
José Luis Patiño. La escena en la que lee una carta y el espectador
percibe esa milagrosa conjugación entre hieratismo y desborde de
sentimientos es un prodigio. La apariencia física de Patiño supone
un contraste permanente con la fragilidad de su personaje, su
aparente compostura lucha de manera constante con su renuncia a
saber, su cobardía es solo el reflejo oscurecido de su valentía.
Patiño también utiliza con maestría su magnífica voz y su tan
trabajada como en apariencia natural entonación para completar un
personaje inolvidable.
Otro
actor que saca todo el provecho a su físico es Mariano Llorente. Ya
desde su aparición como nazi exaltado y psicópata hace temblar al
público. Cuando grita pone los pelos de punta, pero es que ni tan
siquiera le hace falta, su sola presencia es una amenaza constante. A
nosotros nos recordó al Otto Preminger de Traidor en el infierno,
pero aquí no hay ni una gota de humor. Su poder de intimidación se
manifiesta de manera palpable en el momento culminante de su
personaje, cuando todo el público sabe lo que va a pasar y sin
embargo es incapaz de evitar el estremecimiento: el mal absoluto
sobre las tablas.
En
oposición a esta brutalidad se encuentra la delicadeza de la Oana de
Elisabet Altube, siempre a punto de romperse, pero que de alguna
manera se las arregla para mantenerse en pie e incluso sobreponerse
al horror gracias a su coraje. Cada escena en la que aparece es para
partir el corazón. Por su parte, Paco Obregón, Ricken, es el
personaje más “teórico”, el que sirve para intentar explicar
todo lo que pasó, aunque ni el mismo sea capaz de encontrar
respuestas. Es un tipo quizá demasiado abstracto, pero Obregón le
dota de credibilidad: el sufrimiento, el dolor y el arrepentimiento
quedan más creíbles en sus maneras que en sus palabras.
El
Paco de Marcos León nos pareció una clave importante para
interpretar la obra. Su personaje, que se ríe para no llorar, es una
personificación de esos españoles que cantan y montan números de
transformismo para no sucumbir al horror, es el heroísmo disfrazado
de indiferencia. Manuel Agredano tiene otro personaje repulsivo, pero
tiene su gran momento en la escena de la confesión con Oana, cuando
saca todo su odio y su asco de resentido. El Jacinto de Jorge
Varandela no parece saber lo que está pasando, y tiene que vencer al
timorato que prefiere cumplir con lo que le ordenan sin hacer
preguntas para convertirse en alguien responsable de sus actos, sean
cuales sean las consecuencias.
Siempre
nos gusta ver la última función de los montajes porque creemos que
tienen algo de especial, que hay una energía en los actores que en
la despedida se recibe de una manera más directa, más verdadera,
pese a todo. Esta última función de El triángulo azul nos reafirmó
en esta impresión, pero esperemos que realmente no sea la última.
Su calidad incuestionable, su éxito de público y lo oportuno del
homenaje se merecen que la próxima temporada ocupe un lugar de honor
en la programación del Centro Dramático Nacional.
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