Al
contrario de lo que es habitual en el teatro, La bella de Amherst
comienza cuando se encienden las luces. Es la luz que irradia Emily
Dickinson, una poeta natural, capaz de transformar lo banal en
trascendente sin ni tan siquiera tocarlo: basta su mirada para dotar
a una fotografía de vida; también resplandece un escenario caótico
y a la vez lleno de sentido, un espacio íntimo convertido en
acogedora plaza pública, un saloncito al que estamos invitados con
la mayor amabilidad y donde desde el principio nos sentimos en un
territorio indefinido entre la cotidianidad y el mundo inasible del
genio creativo; y simultáneamente el espectador se verá deslumbrado
por María Pastor, o ese trasunto en el que durante hora y media se
encarna Emily Dickinson para acompañar a sus invitados en un
recorrido por su vida y su obra, tan frágil que da miedo tocarla,
tan poderosa que 150 años después permanece inmarcesible.
Mucha
gente puede sentirse intimidada por un monólogo de hora y media con
una poeta como única protagonista. Y de hecho el experimento podría
haber salido rana: hubiera sido comprensible que William Luce cayera
en un estilo poético falso, de elevadas intenciones y cursis
resultados. Tan comprensible como imperdonable tratándose de Emily
Dickinson. Pero Luce tiene la sensibilidad y el tacto como para no
caer en las trampas: su Dickinson es divertida, pícara, con un
talento narrativo a la altura de su magnífica poesía. Pese a su
dura existencia, ni una queja sale de su boca. Ni una mala palabra
sobre nadie, más allá de alguna inocente broma sobre cotillas y
beatas intolerantes. Nada de decepción, de rabia. Es algo tan
inusual que parecería un ser seráfico. Pero tampoco se llega a esos
extremos de santificación. Llanamente, Dickinson era una buena
persona, una bella persona, en el mejor de los sentidos. Y estamos
encantados de pasar la tarde con ella en su perpetuo presente, en su
eternidad gloriosa.
Si
la arquitectura de Luce es sutil, equilibrada, sin valles, en un
continuo y melodioso progreso en el que historia personal y poesía
aparecen intrincadas de una manera totalmente fluida, la puesta en
escena de Juan Pastor es igualmente limpia. Aquí también podríamos
hablar de la mejor arquitectura, la más sencilla, la que no se
exhibe, sino que esconde tras una capa de normalidad la sabiduría
del trabajo bien hecho. Sin trucos efectistas, pero con hallazgos a
cada paso; nada de espectacularidad ni de llamar la atención, sino
atención al detalle y visión despejada. A la hora de llevar la
poesía a la escena una dirección efectista habría tirado por el
lirismo más evidente, juegos de colores y músicas y todo eso.
Pastor, en el más puro estilo dickinsiano, opta por el susurro, por
pasar casi desapercibido, como si no quisiera molestar, pero
utilizando con sagacidad leves toques que en su conjunto forman un
todo armonioso y equilibrado.
Como
no podía ser menos, el trabajo de María Pastor sigue esta misma
línea. Y sin embargo es imposible no rendirse ante su despliegue
interpretativo. Esta hora y media es una completa y magistral lección
actoral, y no lo decimos como frase hecha. María Pastor es
consciente del poder subyugante de su voz y utiliza todos los
registros conocidos por la humanidad para dar color a su Emily.
Además, tiene una dicción extraordinaria, y aquí por ejemplo
muchos actores jóvenes deberían tomar nota de cómo se debe hablar
en el teatro. No hay nada de impostado en sus declamaciones, de hecho
a veces se hace difícil distinguir cuando está hablando con
normalidad y cuando cita poemas: en todo momento mantiene un espíritu
conmovedor, sin sentimentalismos. Su gestualidad es otro elemento
digno de análisis, y en un espacio como el Teatro Guindalera se
puede apreciar casi táctilmente este valor. Nada de exageraciones,
de “caras” para la galería, pero sí un repertorio en apariencia
inacabable. Cuando sonríe, el mundo sonríe con ella; cuando se
preocupa, una ceja es suficiente para poner el mundo patas arriba;
cuando le inunda la emoción, el brillo de sus ojos hacen que todos
nos sintamos inquietos. Por cierto, que ese brillo sí que es
imposible enseñarlo, para eso hace falta ser una actriz nata. Y para
completar el cuadro, qué manera de moverse, qué elegancia en cada
una de sus poses, cuando corre o salta, cuando se desliza y sin que
te des cuenta ha cambiado de posición. Cuando abre una mano y se
enciende una luz parece lo más normal del mundo, parece que es ella
quien ha creado el mundo, y en cierta medida es así. Pero cuando
todas las luces se apaguen y la función haya terminado, todavía
algo permanecerá.
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