Si
al hablar de Los ojos no pudimos encontrar ni una sola pega, con Muda
vamos a tener que ser mucho más duros desde el principio: es una
injusticia que la obra sea tan corta. Con lo bien que nos lo
estábamos pasando y lo a gusto que estábamos en tan buena compañía,
y hala, se encienden las luces y todos a la inhóspita calle, por
decirlo finamente. Así que por una vez nosotros también seremos
breves.
Entre
otras cosas porque todo lo bueno que dijimos de Los ojos se podría
repetir aquí con leves adaptaciones: la extraordinaria escritura de
Messiez, con su ojo clínico para sacar punta a las experiencias más
pedestres (esas paternas lecciones sobre el jabón, esa terrorífica
visita al subte); y las no menos extraordinarias actuaciones, con una
Fernanda Orazi a la que ya no se nos ocurren más hipérboles que
adjudicarle, una Marianela Pensado que logra ese milagro teatral de
decirlo todo sin decir nada, y un Óscar Velado que nos hace pensar
que esas quimeras (porteros) que tanta inquietud producen a lo mejor
en el fondo son seres adorables.
En
Muda hay más humor que en Los ojos, pero la misma valentía para
sumergirse en los terrenos del melodrama de manera audaz y sin
cortapisas. Como sucede en los libros de Carson McCullers, todos los
ingredientes del dramón son válidos si su tratamiento es sensible y
elegante. Y, sobre todo, si sus personajes son tan queribles, tan
cercanos, tan especiales. Pueden estar rotos como una muñeca de
porcelana, pero eso también los hace únicos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario