Pese
a su aparente simplicidad, el concepto de “minimalista” sigue
llevando a confusión, quizá precisamente porque de simple no tiene
nada. Se suele entender minimalismo como un tipo de arquitectura (o
ni tan siquiera, de decoración: error de base) sin adornos, donde
predomina el blanco y hay un vago aire japonés. Como guste, pero
todo esto son superficialidades. Este desconocimiento no ha impedido
que la etiqueta haya alcanzado cierto prestigio y en algunos casos
nos hemos encontrado con casas que solo con moderación se podrían
considerar como “rococó” y que sin embargo eran caracterizadas
como minimalistas. El verdadero minimalismo es sutil, ordenado,
fluido, un estilo en el que todo parece natural, pero detrás del
cual hay toneladas de trabajo. Solo a través del estudio
(monumental) y la práctica (sin descanso) se puede llegar a las
soluciones más elaboradas y que a la vez parezca que el camino
elegido era el único transitable.
El
teatro también se ha visto asediado por un falso minimalismo
consistente en, pongamos por caso, un escenario desnudo y una silla
(vieja o de diseño, eso ya es cuestión de gustos y de corrientes).
Inenarrable tedio y excusas como “vocación de estilo” son otras
de sus señas de identidad. Autosatisfacción, por aliñar con
pretensiones lo que no es más que pereza. Pero también hay casos de
teatro valiente, decidido, que, como se suele decir, con cuatro cosas
es capaz de sorprender al espectador y de llevarlo por territorios
apenas transitados. Un vaso, un trozo de madera, unas luces que se
apagan y se encienden, un verso, y ya tenemos lío.
Al
principio de Un hombre con gafas de pasta parece que nos conocemos el
itinerario de memoria. Un pedante que que es el prototipo del
listillo al que nos encanta odiar y en el que se mezclan
identificación (pues otra cosa no, pero pedantes entre el público
teatral no faltan), envidia, repulsa y miedo. Como le pasa a los
otros personajes, vamos. Pero pronto la cosa se va volviendo extraña.
Empiezan a suceder cosas que no tienen explicación o que, si la
tienen, peor. Ya no sabemos qué va a pasar la próxima vez que se
abra la puerta. Si no estuviéramos embutidos entre el público, nos
estremeceríamos (blench in the bench.) Al final hay gritos, caras de
susto, carcajadas nerviosas y de las otras. Muchos nervios.
Para
llegar hasta aquí Jordi Casanovas ha ejecutado un plan perfecto.
Cada estancia está conectada, no hay espacios desaprovechados ni
pasillo, sino que el mismo cuarto se transforma según las
necesidades. Por muy obtusa que haya quedado esta metáfora, el
resultado en escena es cristalino. Una vez vista la función, si
repasáramos el plano diseñado por Casanovas nos daríamos cuenta de
la habilidad con la que ha sabido trazar las líneas maestras, cómo
cada situación, casi cada frase tiene su justificación. Y eso sin
entrar en detalles, en esos golpes de humor y de extrañeza que
enriquecen el conjunto sin descompensar las partes. Si en la
escritura Casanovas se encamina hacia un objetivo tan claro como en
apariencia disparatado, en la puesta en escena sabe convertir las
limitaciones en ventajas y los viejos trucos del oficio en una nueva
manera de espectáculo.
Decimos
que todo es extraño y a la vez evidente. También nos parece que el
hombre con las gafas de pasta tenía que ser irremediablemente José
Luis Alcobendas. Encarna el arquetipo del sabelotodo con tanta
naturalidad como desparpajo. Si no fuera porque hay tantos en la vida
real (y sin ir muy lejos), sería difícil creerse a un tipo tan
estomagante, de estos que siempre están soltando nombres (name
droppers), aprovechan cualquier oportunidad para colar una expresión
en inglés y alardean de todos los sitios en los que han estado (¡lo
de la India!). Alcobendas tiene elegancia y un pronto que hace
temblar, seducción y un punto de histrionismo (el que quizá sea el
gran momento de la obra, la declamación del poema). Lo reconocemos:
en más de una ocasión nos ponemos de su lado.
Inge Martín también sabe llevar un doble juego durante toda la función.
Su Aina, de apariencia vulnerable, se guarda la astucia para cuando
más falta hace y entonces usará toda su frustración sin reparos ni
sentimentalismos. Markos Marín bascula entre el papanatismo más
detestable y la rendición incondicional. Algunas de sus reacciones
serían difíciles de justificar sobre el papel, pero Marín logra
que nos creamos todo lo que hace. Olga Rodríguez defiende un
personaje opuesto al de Aina, ella parece muy segura de sí misma,
pero en realidad se deja llevar por los demás, si hiciera falta
hasta el precipicio. En esta competición de juegos dobles, Rodríguez
aporta un permanente estado de firmeza que sin embargo no oculta su
desamparo.
Decíamos,
como dicen, que cuatro cosas son suficientes. Hay mucho humor, no le
restemos importancia, un humor disparatado y salvaje. Hay sorpresa,
de la que produce incredulidad, de la que da susto y de la que revela
auténtico ingenio. Hay intriga, un suspense capaz de hacer
sobrellevar incomodidades y de acelerar corazones. Hay talento, del
que suple cualquier carencia y hace innecesarios los adjetivos y las
etiquetas.
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