martes, 15 de julio de 2014

Un hombre con gafas de pasta (La pensión de las pulgas)

Pese a su aparente simplicidad, el concepto de “minimalista” sigue llevando a confusión, quizá precisamente porque de simple no tiene nada. Se suele entender minimalismo como un tipo de arquitectura (o ni tan siquiera, de decoración: error de base) sin adornos, donde predomina el blanco y hay un vago aire japonés. Como guste, pero todo esto son superficialidades. Este desconocimiento no ha impedido que la etiqueta haya alcanzado cierto prestigio y en algunos casos nos hemos encontrado con casas que solo con moderación se podrían considerar como “rococó” y que sin embargo eran caracterizadas como minimalistas. El verdadero minimalismo es sutil, ordenado, fluido, un estilo en el que todo parece natural, pero detrás del cual hay toneladas de trabajo. Solo a través del estudio (monumental) y la práctica (sin descanso) se puede llegar a las soluciones más elaboradas y que a la vez parezca que el camino elegido era el único transitable.

El teatro también se ha visto asediado por un falso minimalismo consistente en, pongamos por caso, un escenario desnudo y una silla (vieja o de diseño, eso ya es cuestión de gustos y de corrientes). Inenarrable tedio y excusas como “vocación de estilo” son otras de sus señas de identidad. Autosatisfacción, por aliñar con pretensiones lo que no es más que pereza. Pero también hay casos de teatro valiente, decidido, que, como se suele decir, con cuatro cosas es capaz de sorprender al espectador y de llevarlo por territorios apenas transitados. Un vaso, un trozo de madera, unas luces que se apagan y se encienden, un verso, y ya tenemos lío.

Al principio de Un hombre con gafas de pasta parece que nos conocemos el itinerario de memoria. Un pedante que que es el prototipo del listillo al que nos encanta odiar y en el que se mezclan identificación (pues otra cosa no, pero pedantes entre el público teatral no faltan), envidia, repulsa y miedo. Como le pasa a los otros personajes, vamos. Pero pronto la cosa se va volviendo extraña. Empiezan a suceder cosas que no tienen explicación o que, si la tienen, peor. Ya no sabemos qué va a pasar la próxima vez que se abra la puerta. Si no estuviéramos embutidos entre el público, nos estremeceríamos (blench in the bench.) Al final hay gritos, caras de susto, carcajadas nerviosas y de las otras. Muchos nervios.

Para llegar hasta aquí Jordi Casanovas ha ejecutado un plan perfecto. Cada estancia está conectada, no hay espacios desaprovechados ni pasillo, sino que el mismo cuarto se transforma según las necesidades. Por muy obtusa que haya quedado esta metáfora, el resultado en escena es cristalino. Una vez vista la función, si repasáramos el plano diseñado por Casanovas nos daríamos cuenta de la habilidad con la que ha sabido trazar las líneas maestras, cómo cada situación, casi cada frase tiene su justificación. Y eso sin entrar en detalles, en esos golpes de humor y de extrañeza que enriquecen el conjunto sin descompensar las partes. Si en la escritura Casanovas se encamina hacia un objetivo tan claro como en apariencia disparatado, en la puesta en escena sabe convertir las limitaciones en ventajas y los viejos trucos del oficio en una nueva manera de espectáculo.

Decimos que todo es extraño y a la vez evidente. También nos parece que el hombre con las gafas de pasta tenía que ser irremediablemente José Luis Alcobendas. Encarna el arquetipo del sabelotodo con tanta naturalidad como desparpajo. Si no fuera porque hay tantos en la vida real (y sin ir muy lejos), sería difícil creerse a un tipo tan estomagante, de estos que siempre están soltando nombres (name droppers), aprovechan cualquier oportunidad para colar una expresión en inglés y alardean de todos los sitios en los que han estado (¡lo de la India!). Alcobendas tiene elegancia y un pronto que hace temblar, seducción y un punto de histrionismo (el que quizá sea el gran momento de la obra, la declamación del poema). Lo reconocemos: en más de una ocasión nos ponemos de su lado.

Inge Martín también sabe llevar un doble juego durante toda la función. Su Aina, de apariencia vulnerable, se guarda la astucia para cuando más falta hace y entonces usará toda su frustración sin reparos ni sentimentalismos. Markos Marín bascula entre el papanatismo más detestable y la rendición incondicional. Algunas de sus reacciones serían difíciles de justificar sobre el papel, pero Marín logra que nos creamos todo lo que hace. Olga Rodríguez defiende un personaje opuesto al de Aina, ella parece muy segura de sí misma, pero en realidad se deja llevar por los demás, si hiciera falta hasta el precipicio. En esta competición de juegos dobles, Rodríguez aporta un permanente estado de firmeza que sin embargo no oculta su desamparo.


Decíamos, como dicen, que cuatro cosas son suficientes. Hay mucho humor, no le restemos importancia, un humor disparatado y salvaje. Hay sorpresa, de la que produce incredulidad, de la que da susto y de la que revela auténtico ingenio. Hay intriga, un suspense capaz de hacer sobrellevar incomodidades y de acelerar corazones. Hay talento, del que suple cualquier carencia y hace innecesarios los adjetivos y las etiquetas.   

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